La trinchera de un amigo
PATENTE DE CORSO
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Está en casa Paco Custodio, tomando un café. Jubilado hace años, el veterano cámara de TVE sigue igual, aunque con canas en el pelo rizado y el bigote de mosquetero. Llevábamos tiempo sin vernos. Con Márquez, otro de mis compañeros habituales de entonces, a quien dediqué Territorio comanche, tengo más contacto; nos vemos o lo telefoneo a menudo para escuchar su voz de carraca vieja, que tantos recuerdos me suscita. A Paco Custodio, sin embargo, lo he visto menos: tres o cuatro veces desde que dejé la tele. Sin embargo, es parte importante de mi vida. Y casi lo fue de mi muerte.
La última vez que trabajamos juntos fue durante una larga temporada en Sarajevo, hasta que Paco echó cuentas y dijo aquí palma un periodista cada equis días y ya nos toca, compañero. Así que quisiera cambiar de aires. Eso me dijo una noche a la luz de una vela –habían matado a nuestra amiga Jasmina un par de días antes– y se me quedó mirando. Me pareció bien. Había cumplido como los buenos; más allá del deber, como suele decirse, jugándosela cada día en la calle bajo las bombas para cubrir telediarios. Era un tipo valiente que, como nos pasa a todos tarde o temprano, rondaba el límite. Así que lo dejé irse como el amigo que era; su ayudante Miguel de la Fuente cogió la cámara y todo siguió su curso natural. Siempre agradecí a Paco aquella larga y dura campaña. Su lealtad profesional y su entereza. Y mi afecto por él se mantuvo intacto.
El origen de ese afecto, sin embargo, era anterior a Sarajevo. Lo que nos unió para siempre, aunque nos hayamos visto poco en estos veintiséis años, ocurrió en Mozambique en 1990, haciendo un reportaje sobre la guerra civil que se emitió con el título de El expreso de Beira. Fue un viaje sucio y difícil, agotador, con largas marchas por la selva, mosquitos asesinos, el río Shire cruzado en piraguas entre cocodrilos y cosas así. Nos escoltaba media docena de guerrilleros jovencitos; y una noche, cerca de Gorongosa o más bien en mitad de la nada, descansando en la choza de un campamento donde había otros guerrilleros, oímos claramente –hablaban en portugués– al jefe local, un tipo abyecto que estaba borracho como un cerdo, planificar con el jefe de la escolta –lo llamábamos comandante Fernando– nuestro asesinato para quedarse con nuestros relojes, nuestras botas, nuestra cámara y nuestro dinero. Lo haremos por la mañana, decía, cuando abandonen el campamento. Y diremos que los mató el ejército en una emboscada.
No fue una noche agradable, como pueden suponer. Imaginen la espera. El tercer miembro del equipo, un joven ayudante de sonido que estaba en su primer reportaje, enloqueció de terror, quería salir y suplicar que no nos mataran; así que tuvimos que taparle la boca, y le puse mi navaja en el cuello mientras le susurraba al oído que si gritaba alertándolos, quien le cortaba la garganta era yo. No fue mi noche más tierna ni amable, lo confieso. Paco, por su parte, se comportó con una calma y una resignación profesional extraordinarias. En voz baja discutimos planes para escapar, pero estábamos en una selva desconocida y nuestras posibilidades eran mínimas. Así que resolvimos jugárnosla por la mañana. Al menor indicio de peligro, acordamos, nos liamos a hostias, intentamos quitarles un Kalashnikov, corremos a la selva y que salga el sol por Antequera.
Salimos al amanecer. Antes, Paco y yo nos dimos un fuerte abrazo. Yo dije: «Siento haberos metido en esto» y él respondió muy sereno: «Haremos lo que podamos». Pusimos al ayudante en medio y emprendimos la marcha, tensos, pendientes de cada movimiento de nuestros escoltas. Pero caminábamos y nada ocurría. Se les veía muy relajados, a lo suyo. Entonces me acerqué al comandante Fernando. «¿Tudo bem, comandante?», le pregunté, cauto. Me miró con una amplia sonrisa y puso una mano en mi hombro, tranquilizador. «Tudo bem, amigo», respondió. Entonces comprendí que sólo le había estado siguiendo la corriente al jefe borracho del campamento. Y seguimos caminando.
Así que ahora, en casa, contemplo el bigotazo de Paco, su cara honrada de buena persona, mientras me cuenta su vida de jubilata, los viajes que hace en caravana y esa clase de cosas. Y casi no lo escucho, porque en realidad estoy recordándolo a oscuras en aquella choza de Mozambique, sereno pese a la situación, abrazándose luego conmigo en la luz sucia del amanecer que nos hizo temblar, y no de frío. Así que, de pronto, lo interrumpo diciendo: «Tudo bem». Y él se detiene, me mira con una gran sonrisa, asiente con la cabeza y responde: «Tudo bem, amigo».
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Acabo de zamparme una rodaja de bacalao en casa Revuelta y estoy sentado en la terraza del bar Torre del Oro de la Plaza Mayor de Madrid, que es uno de mis apostaderos favoritos, tomándome un vermut con aceitunas mientras leo y contemplo el paisaje y al paisanaje. Es un día de invierno luminoso y frío, de ésos en que se está bien al sol: uno de los momentos mágicos de Madrid que me gustan mucho. A media mañana no hay todavía demasiada gente, y ni siquiera el Spiderman barrigón portugués o la cabra loca multicolor, habituales del sitio, están en su lugar acostumbrado intentando sacarle algo a los turistas.
De vez en cuando, los camareros del bar, que son viejos amigos y me cuidan, traen una tapita de paella o de callos, invitación de la casa. Dos municipales pasan despacio a caballo, con resonar de cascos sobre el empedrado, viniendo de la calle Mayor en dirección a la plaza de la Provincia; y para verlos pasar levanto la vista del libro que tengo en las manos, Juego de espera, de Michael Powell. De pronto recuerdo que cuando me vaya debo ir a una esquina cercana para comprar un atado de palitos de regaliz a la señora que se sitúa allí por estas fechas, sentada con su bandeja en las rodillas, estampa que siempre me pareció entrañablemente galdosiana. Lo que demuestra, una vez más, que cuando hay referencias adecuadas en tu cabeza, libros y cosas así, lugares y personas cobran sentido y el mundo se ve diferente.
Estoy en eso, hojeando un libro, mirando la ciudad y feliz de hacerlo, cuando pasan dos mujeres. Parecen extranjeras, pero no podría asegurarlo. Van vestidas adecuadamente para esta hora, ni muy peripuestas ni demasiado cómodas: correctas y como Dios manda. Tal como esperas que vistan dos señoras que caminan por el centro de una ciudad europea a las once de la mañana de un jueves de enero. Una lleva sombrero, y otra, gafas de sol. Esta última calza zapatos de tacón alto, aunque no excesivo. Deben de andar por los cuarenta largos. Caminan, se paran a contemplar la Casa de la Panadería y siguen adelante. Las miro distraído mientras bebo un sorbo de vermut y estoy a punto de volver a mi libro, cuando ocurre algo que justifica el vistazo. Un ligerísimo pero curioso incidente.
La mujer de las gafas de sol ha metido el tacón de un zapato en una hendidura del empedrado. Y se le rompe. O tal vez ya iba flojo y eso lo remata. El caso es que la veo detenerse, apoyada en su amiga, y mirarse el zapato, contrariada. Comentan entre ellas algo que no alcanzo a escuchar, ríe la amiga, y entonces, en sólo cinco segundos, con una naturalidad asombrosa o que al menos a mí me asombra, sin aspavientos ni visajes, la de las gafas de sol retira el zapato roto, se quita también el otro, y con los dos en la mano sigue su camino, descalza. Y lo que me deja pendiente de ella es justo eso: la manera con que, tras encajar el percance, esa mujer desconocida es capaz de caminar sobre el empedrado de la plaza, que pese al sol invernal estará muy frío, sin perder la compostura. Con una perfecta calma. Y para acentuar mi sorpresa, lo hace moviéndose con una elegancia mayor que cuando caminaba sobre tacones: asentando los pies desnudos con una gracia y firmeza que hacen pensar en una bailarina de ballet cuando abandona el escenario entre los aplausos del público, después de unas maravillosas evoluciones.
Y es que no es sólo ella, me digo fascinado mientras la veo alejarse. Hay virtudes que no se aprenden ni se enseñan; como mucho, se perfeccionan con educación y talento, cuando se tiene la suerte de poseerlas. Y ellas, en general, las poseen. Algunas, incluso, a pesar suyo. Nada tiene que ver eso con la cultura, el dinero y ni siquiera, en muchos casos, la ropa que visten. Del mismo modo que lo mejor del hombre varón, en su torpeza y grandeza que a veces vienen de la mano, suele aflorar en las circunstancias adecuadas, la mujer, o lo más admirablemente femenino que existe en ella, que nada tiene que ver con tópicos ni clichés idiotas –permítanme suponer que escribo para lectores inteligentes–, se pone de manifiesto de continuo, en las mil situaciones con las que la vida las confronta. En su manera de quitarse con naturalidad los zapatos que esa vida les rompe y caminar descalzas sobre cualquier suelo, por gélido que sea, con semejante aplomo innato; con el desafío tenaz del que sólo ellas son capaces.
Así que, cuando al fin la pierdo de vista, le doy otro sorbo al vermut y vuelvo a mi libro con una sonrisa admirada en la boca. Hoy he visto caminar a una mujer descalza, pienso. Y lo hacía tranquila, segura de sí. Serena y valiente como una reina.
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He venido con él detrás, rascándome la popa, y a la altura de las Columbretes creí que me trincaba, pero bien. Eran las tres de la madrugada y las nubes, o más bien el cielo negro como la tinta, se desgarraron un momento iluminando las piedras por el través de babor, con las luces del faro grande –destellos cada 22 segundos– diciéndome mantente lejos, chaval, ni se te ocurra acercarte con este viento y a estas horas; y la milla de mar que mediaba entre ellas y el velero era un hervidero de olas de color negro y plata, precioso para verlo en una película y en fotos pero inquietante con picos de 37 nudos de viento en el anemómetro, trinqueta y dos rizos en la mayor, el mistral aullando en la jarcia y un frío de cojones.
No llegó a alcanzarme, o no del todo, y le gané por cuatro palmos la carrera de 250 millas, aunque por pasarme de listo con las isobaras a punto estuve de que me agarrara por el pescuezo. Y esta noche, que ya lo tengo encima por fin, me pilla abrigado, sonriente –primera sonrisa en dos días– y en puerto, leyendo en la camareta mientras lo oigo aullar en todo lo suyo, las drizas en los palos de los veleros cercanos campanillean enloquecidas, el barco escora como si todavía estuviese en el mar y las amarras chirrían y crujen como almas en pena. De vez en cuando levanto la vista y miro el anemómetro, que, aunque se trata de un puerto abrigado, llega a superar los 50 nudos, lo que significa temporal duro de fuerza 10. Y cada vez que lo hago siento una enorme congoja, una punzada solidaria de hermano de la costa, por quienes a estas horas, no por placer sino por oficio, se encuentran mar adentro, comiéndose sin pelar esta castaña. Bregando por sus barcos y por sus vidas.
Y eso, me digo, que los tiempos han cambiado mucho. Que ahora hay tecnología formidable, ropa térmica, equipos de comunicación y salvamento y cosas así. Que hoy un marino navega, salvo los imprevistos naturales del asunto, con una seguridad impensable hace sólo medio siglo, por no decir la de mucho antes. Pero cuando la mar pega fuerte, cuando el viento –que es realmente el malo de la historia– la convierte en una trampa mortal donde no puedes decir paren esto que me bajo, navegar se convierte de nuevo en lo que siempre fue: una prueba continua de coraje, de tenacidad, de pericia marinera, de suerte. Reflexiono sobre eso recordando las viejas fotografías, los relatos de mi tío Antonio y los capitanes amigos de mi padre, las historias leídas sobre temporales y naufragios. Sobre aquellos hombres, marinos de antaño que subían a los palos entre el viento que intentaba arrancarlos de los andariveles y el infierno rugiendo a sus pies, que gritaban su miedo y su coraje aferrando velas con dedos entumecidos de frío, peleando hasta la extenuación. Esos barcos que llegaban a puerto, cuando podían llegar, maltrechos por los golpes de mar, rifadas las velas, cubiertos de sal, con tripulantes exhaustos y capitanes roncos de gritar órdenes y miedo. Esos pescadores que todavía hoy levantan las redes o los palangres mirando encima del hombro hacia el través, por si se aproxima la muerte.
Una nueva racha, más fuerte que las otras. Hasta 52 nudos marca ahora el anemómetro. Y qué bien se está, pienso, en esta camareta cálida, leyendo mientras esa furia irracional y ciega golpea afuera aunque pasa de largo, sin encogerte el corazón ni obligarte a luchar para seguir vivo. Qué bien se está aquí, por Dios, con una taza de leche caliente y unas gotas de coñac, con un libro que he cogido de la pequeña biblioteca –desde hace 26 años sólo llevo a bordo libros sobre el mar– en busca de una cita concreta que conozco de memoria, pero que ahora necesito leer en las páginas ligeramente moteadas por manchas de humedad después de los muchos años que llevan aquí: El huracán que enloquece las olas, hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y arroja a los pájaros contra el suelo, había encontrado en su camino a este hombre taciturno, y su mayor violencia no había conseguido arrancarle más que unas pocas palabras. Y de ese modo, con un estremecimiento de respeto hacia los que fueron y son marinos de verdad, no como los ilusos que hoy pretendemos serlo, cierro Tifón y lo devuelvo a su estantería junto a los demás libros de Joseph Conrad. Situándolo en su hueco entre Melville, London, Paternain, Forester, Justin Scott, Alexander Kent, O’Brian y los otros. Los que dieron sentido a mi amor por el mar y por los hombres que lo navegan.
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Es una tarde tranquila de invierno, con manchas de sol bajo los árboles. Camino cuesta Moyano abajo, deteniéndome en las casetas de libreros de viejo que a esta hora están abiertas. Son pocas, y eso me entristece. Un día con buena temperatura, una hora agradable, y no hay casi nadie aquí. Me detengo a mirar en los mostradores, converso con los libreros. En todos encuentro pocas esperanzas de que esto sobreviva. Una curtida veterana dice «nos quedan dos telediarios», y comparto su pesimismo. Acabarán poniendo aquí, supongo, bares de tapas y puestos de artesanía perroflauta; y entonces, estoy seguro, el lugar se pondrá hasta arriba. De momento, la falta de interés del público, la indiferencia de los políticos, los tiempos que corren, sentencian a medio plazo esta joya de la cultura madrileña; este paraíso de los lectores donde, por el precio de un par de cañas, puedes llevarte, si afinas eligiendo, dos o tres buenas ediciones de libros estupendos. Aquí no valen milongas de que un libro es caro. Mientras existan lugares como éste, quien no lee no es que no pueda. Es que no quiere.
Soy viejo cazador de libros, con modales e instintos de serlo. Así que esta tarde, como siempre, me muevo por los puestos con el ojo atento y los dedos rápidos para llenar el zurrón, tan dispuesto como cuando hace cincuenta años llegué a Madrid y empecé, libro a libro, a construir la trinchera en la que vivo y sobrevivo: la biblioteca que creció poco a poco, primero para reconstruir la de mis abuelos y mi padre, y luego haciéndola más personal y propia. La que me permitió comprender el mundo complejo y violento por el que caminé desde muy joven, y que ahora, multiplicada en centenares de estantes y miles de libros, me permite digerir cuanto viví. La que, combinada con lo que recuerdo e imagino, me ayuda a contar historias e interpretar el mundo. Incluso, a soportarlo cuando no me gusta. Esa biblioteca que es lugar de trabajo, refugio y, como dije muchas veces, analgésico; de ésos que no eliminan las causas del dolor, pero ayudan a soportarlo.
A esta edad es puro instinto, como digo. Necesidad compulsiva, aunque ya tenga ese o aquel título en una edición distinta. Leer el papel viejo que leyeron otros ojos, tocar las tapas ajadas por otras manos, llenar la bolsa de lona que suelo traer cuando vengo aquí: Círculo de Lectores, Editorial Molino, Colección Reno, Austral, etcétera. Ya no siento, por supuesto, la emoción de los primeros años; esa vibración casi física de dar con un título buscado o descubrir otros que me guiñaban un ojo polvoriento, prometiendo formar parte de mi vida e incluso cambiarla: El diablo enamorado, Cuadros de viaje, La flecha de oro, Vidas paralelas, Sistema de la naturaleza, El buen soldado… Pero el impulso, la necesidad de acumular libros como una urraca objetos brillantes en su nido, se mantienen inalterables. Sigo cazando rápido, apasionado, gozoso. Luego, en casa, vaciaré la bolsa del botín para situar cada uno en el lugar y la compañía que le corresponde. Como esos cuatro de Graham Greene que acabo de comprar por diez euros aunque ya los tengo en otras ediciones, sólo porque el ex libris que llevan pegado hace pensar que su propietaria –una mujer tal vez ya muerta– fuese quien fuera, sonreiría consolada si me viese rescatarlos.
A veces, alguien que ve mi biblioteca pregunta si he leído todos esos libros. Y la respuesta siempre es la misma: unos sí y otros no; pero necesito que estén todos ahí. Una biblioteca es memoria, compañía y proyecto de futuro, aunque ese proyecto no llegue a completarse nunca. Una biblioteca amuebla una vida, y la define. Raro es no advertir el corazón y la cabeza de un ser humano tras un repaso minucioso a los libros que tiene en casa, o que no tiene. Por eso no me lamento por los que no llegaré a leer. Cumplen su función incluso quietos, silenciosos, alineados con sus títulos en los lomos. Puedo abrirlos, hojearlos, recorrerlos despacio, meterlos en la mochila para un viaje. Y aunque muchos no llegue a leerlos jamás, habrán cumplido su misión. Su noble cometido. Cuando comprendí que nunca leería todos los libros que ansiaba leer, y acepté esa realidad con resignada melancolía, cambió mi vida lectora. Se hizo más plena y madura, del mismo modo que, en la primera guerra que conocí, asumir que yo también podía morir cambió mi forma de mirar el mundo. Los libros que nunca leeré me definen y me enriquecen tanto como los que he leído. Están ahí, y ellos saben que lo sé. Si sobreviven al tiempo, al fuego, al agua, al desastre, a la estupidez del ser humano, un día serán de otro. Y lo serán gracias a mí, que tuve el privilegio de rescatarlos de sus miles de naufragios y unirlos a mi vida.
El secreto de la longevidad: los ‘inmortales’ de Orense
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Algunos la detestan, pero allá cada cual. Es más ignorancia que otra cosa, supongo. 10.000 muertos y 35.000 heridos en un siglo de historia son cifras a respetar. A usted puede gustarle mucho la Legión Española o gustarle poco, pero lo que no podrá negar es su hoja de servicios. Desde su fundación en 1920, los españoles y extranjeros que sirvieron en sus filas escribieron páginas de heroísmo, abnegación y servicio a España, o a la idea de España que se les impuso según las distintas épocas. Supieron ser buenos soldados y obedecer, incluso cuando les costó la vida. Disciplinados y orgullosos de serlo, mercenarios en sus comienzos, distinguidos en la guerra de Marruecos, implacable punta de lanza de la República en Asturias y del ejército franquista en la Guerra Civil, combatientes en Ifni y el Sáhara, los legionarios –30 laureadas y 223 medallas militares– evolucionaron con los tiempos hasta convertirse en la tropa de élite que son ahora, agrupación de hombres y mujeres presente en tantas misiones internacionales de paz.
Poco tiene que ver la Legión de hoy con la de hace un siglo. Sin embargo, la recuerda e imita en lo mejor que aquélla tuvo: valor, disciplina, desprecio a la propia vida. En estos tiempos de charlatanería buenista, de besos con lengua y violonchelistas tocando Imagine, los legionarios siguen siendo voluntarios para morir cuando se les exige, que se dice fácil. Y eso no me lo ha contado nadie; lo he visto en el Sáhara y en Bosnia –23 muertos–, donde estuve con ellos. Incluso los políticos que hace tiempo prometían disolver el Tercio acabaron respetándolo por la sangre derramada, la lealtad y el sacrificio.
Pocos hechos reflejan lo que acabo de decir como el llamado Blocao Malo o de la Muerte, próximo al monte Gurugú, que para los legionarios sigue siendo norma de conducta y ejemplo que mencionan con orgullo. Sucedió en Marruecos en 1921. Guarnecido por tropas disciplinarias –veinte hombres enviados como castigo al lugar más peligroso–, fue atacado por una enorme masa de enemigos rifeños. Al enterarse de que la guarnición estaba a punto de sucumbir, el jefe de la unidad más cercana, que era de la Legión, pidió permiso para socorrerla. Se le denegó por el riesgo de que perecieran todos; y entonces el oficial, avergonzado por dejar sin ayuda a los del blocao, pidió a su gente voluntarios para morir. La unidad completa dio un paso al frente, y de ella se eligió a los que no tenían mujer e hijos o dijeron no tenerlos: un cabo y catorce legionarios. Y de noche, caladas las bayonetas, los quince hombres emprendieron la marcha, cruzaron las alambradas, atravesaron luchando cuerpo a cuerpo la masa de atacantes enemigos y entraron en el blocao llevando con ellos a dos compañeros heridos en el exterior, cuando los defensores, casi todos muertos o heridos, estaban a punto de sucumbir.
Resueltos a tomar el reducto, los rifeños mandaron oleada tras oleada de atacantes, apoyados por el fuego de un cañón. Pelearon los legionarios a oscuras, sólo iluminados por los fogonazos de los disparos y el resplandor de las bombas de mano. Lucharon como fieras, cayendo uno tras otro. Y a las dos de la madrugada, sin municiones y mientras los supervivientes calaban bayonetas para encarar el último asalto, el cabo ordenó a dos de ellos abrirse paso para pedir refuerzos o, al menos, informar de lo ocurrido. Después los atacantes penetraron en el reducto, y los últimos supervivientes, tras defenderse al arma blanca, fueron pasados a cuchillo. Y cuando a la mañana siguiente llegaron al fin sus compañeros a socorrerlos (A la voz de «a mí La legión» acudirán todos, y con razón sin ella socorrerán al compañero en peligro, decía entonces el código del Tercio) allí sólo había legionarios muertos, rodeados de docenas de cadáveres enemigos.
Ésa es la antigua historia que todavía los legionarios cuentan con veneración. No son ya, por fortuna, tiempos de blocaos de la muerte, ni de aventureros o desesperados que se alistaban en la Legión para escapar a la desgracia o la Justicia, ganándose con sangre un nombre nuevo y una vida distinta. Pero ahí permanecen: diferentes, eficaces, modernos profesionales integrados en el tiempo y la España que les ha tocado vivir. Voluntarios con nuevos y nobles desafíos: misiones vinculadas al humanitarismo y la paz. Y creo que es bueno que sigan ahí, con su orgullo y su lealtad. Con su centenaria memoria. Porque, aunque nos esforcemos en ocultarlo, u olvidarlo, la vida, que tiene sus propias reglas, de vez en cuando exige a ciertos seres humanos que sepan morir sin protestar, con decoro y sencillez, como es debido. Y ellos saben.
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Permítanme hoy dejar claras un par de cosas para quienes leen mal o no les interesa leer bien lo que leen. Hace unas semanas, después de ver por la tele la gala de los premios Goya al cine español, expresé en Twitter mi choteo ante el espectáculo, que incluía la eterna y reiterativa demanda de subvenciones al Estado; de más dinero, como había dicho antes alguno de los protagonistas, para la urgente prioridad de «hacer más cine antifascista». Etcétera.
Como esperaba, mi comentario no fue del agrado de todos. Algunos directores o actores me lo reprocharon con razones respetables; mientras que ciertos paniaguados del cine –en el sentido literal de la palabra– me pusieron como chupa del dómine Cabra, achacándome una doble moral: el caradura de Reverte critica las subvenciones tras haberlas recibido para las películas basadas en sus novelas, que son muchas. Ignorando, o quizás olvidando, que nunca recibí una subvención del Estado, que quienes las reciben son los productores, que a mí quien me subvenciona son mis lectores en cuarenta países, y que a los agentes literarios, cuando venden derechos de un autor al cine, les importa un carajo si quien desea comprarlos se financia con subvenciones estatales o con la herencia de su tía Ágata. Olvidando también que dos de las películas basadas en mis novelas –El capitán Alatriste y La novena puerta hecha por Polanski– no tuvieron subvención y fueron exitazos de taquilla. Olvidando, además, que cuando voy a presentaciones y ferias de libros en el extranjero lo pagamos mis editores o yo, nunca el Estado; y que si doy una conferencia en un colegio o institución pública, lo hago gratis. Y olvidando, en fin, que cuando alguien me contrata para una novela, una serie de televisión, un comisariado de exposición o lo que sea, cobro por mi trabajo según el valor de mercado de éste. Que es alto, en efecto; pero que nadie me regala por parentesco, por chupapollas ni por carnet de afiliado; entre otras cosas porque ni siquiera a la Asociación de la Prensa me afilié en mi puta vida.
Dicho todo eso, y pues me tocan el trigémino, van a permitir que diga lo que pienso de los Goya –con conocimiento de causa, porque gané uno–. Y lo que pienso, después de treinta años de festivales de San Sebastián y películas hechas por amigos o por gente que me da igual, es que la fiesta del cine español no es tanta fiesta como parece. Habría que recordar que quienes eligen a los premiados no son los espectadores sino los miembros de la Academia de Cine; o sea, los socios de un club privado que se premian entre ellos. Y que, por muchas alabanzas y aplausos que veamos en el escenario, los resultados de taquilla, es decir los gustos del público, pocas veces coinciden con los de esa Academia.
Hay, en mi opinión, dos factores que a menudo dañan de modo injusto el cine en España. Uno es que, junto a la excelente calidad de numerosos directores, técnicos y actores –hay películas estupendas–, contrasta la mediocridad de otros, y también el exceso de intérpretes a los que, o no te los crees, o no se les entiende cuando hablan. La otra es la intensa –suicida, diría yo– politización que un sector del cine español ha impuesto a éste, insultando las ideas o la inteligencia del público. Eso pone en contra a buena parte de la taquilla potencial, irritada además por el reclamar constante de gente guapa, famosa, que pisa vestida de gala la alfombra roja, pero que cuando abre la boca parece hacerlo para pedir un dinero que luego, con su trabajo y resultados, justifica o no justifica en absoluto.
Además, no es verdad que las ayudas sean pocas. Con la inversión obligatoria de televisiones y plataformas, el apoyo al cine alcanza 100 millones de euros; a lo que, si añadimos 40 millones de subvenciones directas y deducciones fiscales que llegan a 60 millones, resulta que cada año el cine se ve regado con 200 millones de mortadelos que todos los españoles, sin distinción de ideas o ideologías, le damos para que haga películas; una olla en la que todo cristo moja pan –los productores grandes, los primeros–, y con la que se hacen películas buenas, mediocres y también muy malas: doscientas al año, algunas de las cuales no se estrenan o logran recaudaciones ínfimas. Mientras que, por ejemplo, si se destinase la mitad a ayudar con criterio a nuevos directores y gente prometedora, que eso sí es invertir bien, con el resto aún podrían hacerse 25 películas grandes al año, con presupuesto de 4 millones cada una. O sea, una buena película cada dos semanas. E incluso, puestos a ayudar de verdad, destinando una parte a cursos de dicción e interpretación para actores más o menos jóvenes. Así se evitaría que en las salas de cine, en cuanto suenan los diálogos en ciertos tráilers, se oiga a algunos espectadores comentar «española» en un tono que nada bueno augura para el estreno y la taquilla.
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En el restaurante Martinho de Arcada, mi casa de comidas habitual en Lisboa (allí donde el espía Lorenzo Falcó cena con la vedette Rita Moura tras cargarse a un agente republicano en Alfama), comento con Nuno y Paulo, camareros y amigos desde hace mucho, las cosas que pasan en Portugal, en España y en el mundo. El veterano Nuno, que es pequeño, rubio y simpático, trae un vino del Alentejo estupendo y barato, que yo no conocía, y mientras me lo hace probar cuenta que el alcalde de Oporto acaba de proponer unir a Portugal y España en un solo espacio político. ¿Te imaginas?, dice. Y le digo que sí, que lo imagino. Es la vieja idea de la Unión Ibérica de Garret, Saramago, Maragall y Unamuno, que resucita de vez en cuando, o tal vez nunca muere. Sesenta millones de personas y dos economías coordinadas. Lo que seríamos juntos. Un sueño maravilloso e imposible.
Algo más tarde, mientras paseo por la Baixa esquivando turistas anglosajones y japoneses, sigo dándole vueltas, pues me acuerdo de España y Portugal juntos como parte da orden natural das coisas, que decía Teófilo Braga, o del somos hispanos, e debemos chamar hispanos a cuantos habitamos a península hispánica de Almeida Garret. Y, bueno. Es difícil no hacerlo, cuando pienso en el poco peso de Portugal y España en las decisiones que se toman en Bruselas, donde los españoles somos con harta frecuencia el hazmerreír de Europa; en el detalle de que los dos idiomas tengan una similitud léxica del 89%; en que la economía de los países que hablan español y portugués represente un 14% del PIB mundial, y en el hecho encuestado de que casi la mitad de los españoles y más de la mitad de los portugueses verían con buenos ojos una unión ibérica de tipo confederal: una asociación coordinada y fuerte, como el Benelux con que Bélgica, Holanda y Luxemburgo fundaron lo que luego sería Comunidad Económica Europea.
El iberismo es viejo como la historia de la península que le da nombre, y su historia es una larga sucesión de ocasiones perdidas. La más estrepitosa fue cuando Felipe II, que por herencia unió las coronas española y portuguesa durante sesenta años, en vez de desangrarnos en querellas europeas que nos importaban un carajo, no se llevó la capital a Lisboa, convirtiendo a la España y al Portugal de ambas orillas en una gran potencia atlántica unida, que le hubiera partido la cara a los anglosajones que tanto nos putearon a unos y a otros; y que, desde entonces hasta ahora, cada vez que han intervenido en Europa –acabamos de comprobarlo otra vez– ha sido para impedir su unión y reventarla desde dentro.
No me hago ilusiones sobre el iberismo, por supuesto. Sé en qué mundo y en qué España vivo. Pero cada vez que piso Portugal no puedo evitar la melancolía de lo que podríamos ser y no somos; aunque el consuelo es que, si me gustan Portugal y los portugueses, tal vez sea porque se han mantenido aparte e incontaminados de lo que los españoles somos. Aun así no puedo sino lamentar que otra gran ocasión, cuando Isabel II se fue a hacer puñetas en 1868, el debate entre unión ibérica basada en unidad monárquica o en federación republicana acabase engullido por el caos en el que la irresponsabilidad española hundió la Primera República, y que la idea de unos Estados Unidos de Iberia se fuera al diablo bajo la restauración borbónica, para ser rematada por las dictaduras de Salazar y Franco; quedando, hasta hoy, como simple sueño sentimental e intelectual de unos pocos.
Recuerdo a mi añorado Pepe Saramago conversando sobre eso con aquel lúcido pesimismo suyo, tan portugués, tan español, que era su marca de agua: la imposibilidad del iberismo unionista clásico, incluso de una federación a palo seco, pero sí el campo abierto al iberismo confederal, suma de fuerzas para levantar la voz a una Europa de mercachifles que nos ningunea y se ríe en nuestra cara. No es en los mezquinos nacionalismos centralistas o periféricos donde habría que buscarlo –al contrario, son sus peores enemigos–, sino en la búsqueda de objetivos comunes por encima de la cochina división entre derechas e izquierdas, conservadores y progresistas. Nuestra España, que para su vergüenza vive de espaldas a Portugal, tiene mucho que aprender de un país y una gente que se están sabiendo reinventar a sí mismos y se modernizan de forma asombrosa. Imaginemos lo que sería esa Iberia unida, concertada, bien comunicada, con una capital alineada, o incluso compartida, en un eje Lisboa-Madrid-Barcelona, por ejemplo. Una Unión Ibérica de ciudadanos libres, solidarios y responsables es sin duda una utopía imposible, conociéndonos a los españoles. Pero convendrán conmigo en que es muy hermosa.
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Sucedió hace veintiún años, en marzo de 1999, pero no lo he olvidado. Y la verdad es que no sé por qué, pues nada tiene esta historia de especial. Pero así son las cosas de la memoria. Lo que no recuerdo es el nombre del hotel. Quizá en ese viaje fuera el Algonquin, pero no figura en mis notas y no puedo asegurarlo. Estaba en Nueva York para presentar la traducción al inglés de mi entonces última novela, que era La piel del tambor. La ciudad no me gustaba demasiado, y aún tardaría muchos años y viajes en cogerle el punto. Solía acostarme temprano, pero aquella noche volví tarde de cenar: Howard Morhaim, mi agente literario norteamericano –que sigue siéndolo–, me había llevado a un restaurante japonés y luego habíamos estado bebiendo y fumando por los bares de Manhattan –yo todavía fumaba entonces, sobre todo cuando en un aeropuerto encontraba Players sin filtro– mientras Howard hablaba de su divorcio, de su hija a la que adoraba, y de que sólo era capaz de enamorarse de mujeres que lo hacían sufrir.
Era cerca de la una de la madrugada. Estaba en mangas de camisa, a punto de tomar una ducha antes de meterme en la cama, cuando oí llanto en el pasillo. Era largo y quejumbroso, con hondos hipidos. No parecía dolor, sino tristeza. Alguien tiene problemas, pensé. O motivos para estar desolado. El llanto no cesaba, y me pareció que era una mujer. Al cabo de un rato, como seguía oyéndolo, me asomé al pasillo. Nueva York no es lugar para que un español busque problemas, recuerdo que pensé. Pero tampoco podía quedarme como si tal cosa.
Había una joven sentada en el suelo, apoyada la espalda en la pared. Era rubia, muy anglosajona de aspecto. Recuerdo su ropa como si la hubiera visto ayer: jersey gris de cuello holgado y falda negra, arrugada, que le cubría hasta la mitad de los muslos. Tenía las piernas extendidas sobre la moqueta y los pies desnudos. El rostro estaba cubierto de lágrimas; y los ojos, rojos como dos tomates, hinchados de llorar. No era guapa ni fea; aunque, con ese aspecto, aunque hubiera sido guapa no se le habría notado. No salía nadie a mirar ni a buscarla: estábamos solos en el pasillo. Me miró desde abajo entre hipidos, como ausente, mientras yo le preguntaba en mi atroz inglés –siempre lo hablé casi como los indios de las películas de John Ford– si tenía algún problema serio y si podía ayudarla en algo. Se me quedó mirando sin responder mientras sollozaba a intervalos, y al cabo de un minuto de estar así, ella llorando y yo de pie sin saber qué hacer ni decir, decidí sentarme a su lado. No sé por qué, pero fue lo que hice, quizá porque con el llanto y los pies descalzos parecía vulnerable y muy sola. El caso es que me senté junto a ella, manteniendo una distancia adecuada para que no hubiese malas interpretaciones. Y me quedé allí sin despegar los labios mientras la joven seguía llorando. Esto valdría para comienzo de una novela, pensé. Tal vez algún día lo escriba. Pero yo sabía de sobra que la vida no es una novela.
No sé cuánto tiempo estuvimos sentados y quietos. Cinco o diez minutos. De pronto alargó una mano y cogió la mía; o más que cogerla, lo que hizo fue aferrarse a ella como si estuviera a punto de caer por un precipicio, una ventana o algo parecido. Agarró mi mano y se mantuvo así un buen rato, sin mirarme, mientras los sollozos que la hacían temblar se calmaban despacio. Ninguno dijo una palabra. Yo, porque estaba acojonado con la situación. Ella, seguramente, porque en realidad no había nada que decir. Al fin se volvió hacia mí. Lo hizo unos pocos segundos, sin que su rostro mojado de lágrimas cambiase de expresión. Después hizo un ademán inconcluso, cual si se llevara mi mano a los labios para besarla, pero lo detuvo a medio camino. Liberó mi mano, se puso en pie, dobló la esquina del pasillo y desapareció de mi vista. Y yo volví a mi habitación, fumé un cigarrillo apoyado en la ventana, me di la ducha y me fui a dormir.
La vi bajar al desayuno a la mañana siguiente. La acompañaba un fulano flaco de pómulos hundidos y cara sin afeitar. Pasaron por mi lado camino de su mesa, y vi cómo la mirada de la joven se fijaba un instante en mí y luego resbalaba desde mi rostro al vacío, como si no me hubiera visto nunca. Quizá, concluí, porque realmente no me había visto nunca. Luego, ya sentados, él se inclinó a decirle algo y ella sonrió sin hacerle mucho caso, pensativa, mirando su taza de café. Las mujeres son animales extraños, pensé. Y observé de nuevo al fulano: realmente no tenía ni media hostia. Por un momento sentí deseos de ponerme en pie, ir hasta él y romperle una botella en la cabeza. Pero no lo hice, claro. Estaba en Nueva York y aquélla no era mi guerra. O tal vez sí lo era.
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Gruñones, malhumorados, protestones, viejunos, rancios… Desde hace tiempo, algunos veteranos escritores, periodistas y políticos españoles que por su biografía, ideas y trabajo podríamos situar, simplificando mucho, en la izquierda (Javier Marías, Iñaki Gabilondo, Alfonso Guerra, Raúl del Pozo, entre otros), están siendo adjetivados con aquellos términos. Hasta algún facha o fascista les cae de vez en cuando, según el grado de ignorancia o estupidez del emisor. Y eso va a más. El parasitismo que algunas televisiones, prensa en papel y digital, y por supuesto las redes sociales, practican comentando declaraciones o artículos ajenos, incluye a menudo esos ataques. Que no vienen de lo que –también simplificando mucho– podríamos llamar derecha, sino de la izquierda. O de lo que en esta España desmemoriada y ágrafa algunos creen que es, o debería ser, la izquierda.
Llevo tiempo dándole vueltas, y no me gusta. Puedo estar equivocado, pero el paisaje no es alentador. Según los cánones que se consolidan no sólo en España sino en lo que antes llamábamos Occidente, ser de izquierdas no exige ya un posicionamiento ideológico definido, como fue en el pasado. Ahora, para ser de izquierdas o que te consideren como tal, basta con un par de circunstancias o actitudes que a veces ni siquiera dependen de uno mismo: respeto a los emigrantes, ser feminista, antihomófobo, proabortista, antitaurino, cobrar poco, estar en paro, no tener futuro o preocuparte por la salud del planeta; mientras que no se acepta bajo ningún concepto –complicaría la simpleza del esquema–, que alguien de derechas pueda compartir alguna de esas ideas o circunstancias.
Según datos frescos, 32 de cada 100 españoles nunca leen libros. Por otra parte, sean de izquierdas o derechas, la mayoría recibe información a través de redes sociales o no la recibe en absoluto. Y tal vez está ahí la clave: no existe inquietud intelectual. Ni lecturas, ni análisis. El mundo se simplifica de modo equivocado y peligroso en buenos y malos, ricos y pobres. En rencor del que no tiene hacia el que tiene, y en miedo del que tiene a perderlo. Y se extiende peligrosamente la falsa creencia de que quien reivindica, protesta, pelea, siempre es de izquierdas.
Como a principios del siglo XX, igual que la derecha española es otra vez analfabeta, vuelve a haber una izquierda que también lo es, manejada por los pocos que sí han leído –aunque sus lecturas sean a veces limitadas– y conocen los mecanismos. No se siente ya la necesidad de leer. Hace medio siglo, el acto podía ser arriesgado: se buscaban libros para saber, para comprender, y a veces poseerlos implicaba multas y cárcel. La izquierda era culta, o quería serlo. Sabía que no bastaba con querer cambiar el sistema, porque un sistema se cambia si lo estudias, contextualizas y conoces. Cuando en pleno franquismo Javier Marías era opositor clandestino y el director de cine Agustín Díaz-Yanes jefe de célula comunista, arriesgando ambos ir a prisión, lo eran porque al mirar alrededor no les gustaba lo que veían; porque tenían conciencia de la injusticia, aunque ellos particularmente estuviesen bien. Así que leían, discutían, actuaban. Querían comprender el mundo para hacerlo mejor. Era el suyo un impulso generoso, arriesgado y solidario. Ahora, sin embargo, buena parte de quienes los llaman rancios y gruñones se reivindican ellos mismos, y ni siquiera a todos. El todos suele ser una excusa que se desvanece en cuanto el interés particular queda a salvo.
Era entonces muy distinto ser de izquierdas, como digo. Había una conciencia intelectual que hoy usurpan lugares comunes, emociones e intereses particulares, con reivindicaciones que se atemperan según le va a cada cual. En su mayor parte, la gente sale a la calle a gritar qué hay de lo mío, y antes no era así. La izquierda que yo conocí pretendía cambiar el mundo con independencia de su posición social o privilegios. Era solidaria y miraba lejos, quizás porque aún no conocía los miedos de ahora; conseguir trabajo era más fácil, y lo que buscaba era una mejora colectiva. Por eso leía en busca de una solvencia intelectual que hiciese de palanca. Hoy no es así: el aparato que maneja la autodenominada izquierda única es simple y desolador: tuiteos de algún iletrado, tertulias de la tele, monólogo de un humorista. Cualquier indocumentado, cualquier ingenuo, pueden apuntarse a eso. Por ello no es extraño que los veteranos izquierdistas, que lo fueron a su verdad y riesgo, se choteen de tanto asaltador de cielos de vía estrecha. O de tanto oportunista analfabeto sentado en las Cortes, cuyo único riesgo es que el maître del restaurante o el taxista que los lleva de copas no acepten la tarjeta Visa del Parlamento.
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A menudo, mientras cenamos juntos y cambiamos cromos de cine y libros, Javier Marías y yo coincidimos en que los años nos acercan a Italia más que cuando éramos jóvenes. La formación de Javier en aquel tiempo, británica en buena parte, hizo de Inglaterra una importante referencia cultural y casi un hogar para él. Fuera de España siempre estuvo a gusto allí; del mismo modo que, por parecidas razones, yo me incliné más hacia Francia y lo francés: París era capital cultural de mi mundo. Sin embargo, con el paso del tiempo ambos aflojamos tales vínculos, y ahora es Italia, por razones diversas, el país al que con más agrado viajamos; donde solemos hallarnos más relajados y felices. En mi caso, a eso se añade la convicción, asentada en los últimos treinta años, de que mi verdadera patria, la principal de todas, es ese Mediterráneo por el que vinieron el alfabeto, las legiones romanas, el aceite, el vino, los héroes y los dioses.
Los antiguos amores son difíciles de olvidar. Pienso en eso sentado en Le Départ, el café que está en la esquina del bulevar Saint Michel con el Sena, mientras releo La promesa del alba, de Romain Gary, esta vez en la bella edición francesa de La Pléiade. El café contiguo –he olvidado su nombre– desapareció hace meses, seguramente para convertirse en otra tienda de ropa; y la librería Gibert Jeune cerró también sus puertas, supongo que con idéntico destino, del mismo modo que en la cercana Saint André des Arts no queda ni una sola de las muchas librerías de viejo que yo solía frecuentar en otro tiempo. Mi viejo París parece desvanecerse como en una vieja foto de Eugène Atget: la ciudad de D’Artagnan y sus amigos, pero también de Lucas Corso e Irene Adler; las calles y muelles donde aún puedo advertir, si presto atención, el fantasma del jovencito que recorría sus calles mochila al hombro, llenándola de lugares, imaginación y libros.
Esta mañana, tras un rato en la librería L’Ecume des Pages y otro en la Gibert Joseph, por simple y añeja rutina paseé hasta la Closerie des Lilas para saludar al mariscal Ney, bravo entre los bravos; bajé luego por la rue de l’Odeon hasta la calle que en otro tiempo se llamó des Cordeliers, y tras darle los buenos días a los bronces de Dantón y Diderot pisé las dieciochescas piedras contiguas al café Procope pensando en el almirante Zárate, el bibliotecario don Hermógenes, el abate Bringas, madame Dancenis y la lectura íntima de Thérèse philosophe. Y ahora, cerca del lugar donde a María Antonieta le cortaron el pelo antes de llevársela en carreta a seguir cambiando la historia moderna de la Humanidad –«guillotina, guillotina, guillotina», diría Agapito Cárceles–, miro a los graves camareros; al gendarme que es capaz de fastidiarte con impecable cortesía; a la elegante parisina de cabello gris, vestida de negro, que camina como si Gainsbourg, Brassens o Brel aún pusieran letra y música a sus pasos; al matrimonio de setentones que todavía se hablan de vous cuando están ante terceros.
Observo eso y lo demás y concluyo que no es cierto, o que no lo es del todo. Que Italia, en verdad, es donde estoy más a gusto; que los 415 volúmenes de la biblioteca clásica Gredos alineados en mi biblioteca –algún día hablaremos de los imbéciles que dejaron de publicarla– siguen siendo cuna y refugio; que el Mediterráneo, sus islas y orillas son, sin duda, el lugar del que procedo y en el que querría desaparecer mientras fumo ese último cigarrillo que no me llevo a la boca desde hace veinte años. Pero que mi pasaporte cultural, mi identidad europea, la mirada sobre el mundo actual, la dolorida conciencia de la infeliz España en la que vivo, deben mucho a esta ciudad. A paseos, reflexiones y lecturas que sólo eran posibles aquí. A Michelet, Thiers y Lamartine; al barón Holbach, Diderot, Voltaire y la Encyclopédie; a Montaigne, La Rochefoucauld, Montesquieu, Condorcet, Saint-Simon, Chateaubriand y todos aquellos que me enseñaron a mirar intelectualmente, o al menos intentarlo, la historia, la sociedad, el mundo y la vida. Entre todos ellos, educándome la lucidez, me vacunaron contra patrioterismos nocivos y demagogias infames; me enseñaron a asumir con ecuanimidad luces y sombras, admirando a los pueblos en sus grandezas y despreciándolos en sus bajezas. A no tener miedo a nada cuando sabes de dónde vienes y a dónde vas. Por eso hoy, pese a Italia, al Mediterráneo y a todo lo que también llevo en la piel y la memoria, sentado en el café du Départ mientras leo a un judío polaco que decidió, convencido por su madre, que Francia sería una patria perfecta, no puedo evitar el orgullo, la grata certeza, de que todavía, y también, sigo siendo francés.
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Hasta no hace mucho, ser lento era una virtud. No hablo de ser perezoso o indolente, sino de hacer las cosas despacio, con eficacia pero concediéndoles el tiempo necesario. Moverse, caminar, despedirse con lentitud cortés, remarcaba la dignidad de las personas. Confería un aire respetable. Incluso, elegante. Por eso los antiguos monarcas, los filósofos, los aristócratas, se movían despacio. La razón era el respeto que entonces inspiraban los ancianos y la gente mayor, experimentada, libre ya de las prisas e impulsos de la juventud. Eran ésas unas referencias que se procuraba imitar. La literatura española del Siglo de Oro abunda en tales situaciones, con la figura del hidalgo pobre que, cuando salía a la calle fingiendo haber comido, caminaba con digna lentitud. Con altiva y sosegada calma.
Pero no hace falta ir tan lejos. Todos recordamos ejemplos recientes, familiares o no, de quienes hacían las cosas despacio. De quienes se movían, no ansiosos por hacerlo todo cuanto antes, sino empleando el tiempo adecuado. Sin demora, pero sin prisa. Fijándose en lo que hacían y planeaban hacer, daban autoridad a sus actos y decisiones. Y la vida les era más provechosa. Más rentable. Invertían tiempo en percibir matices, circunstancias, caracteres. Nuestros abuelos no pretendían hacerlo o tenerlo todo en el acto. Al moverse y vivir despacio, hacían su existencia más rica y plena. También la de quienes los rodeaban.
Un tigre, un gato que caza, son lentos hasta el salto final. Creo que nos equivocamos renunciando a la lentitud en favor de una engañosa rapidez que a menudo anula cierta clase de eficacia. Antes, viajar no era sólo ir de un lugar a otro, sino un modo de vivir mientras viajabas: paisajes vinculados a reflexión y tiempo para ésta. Ahora nos movemos deprisa por autopistas sin nada que mirar, saltamos de aeropuerto en aeropuerto y hasta el turismo es itinerario fijo e ineludible, visita aquí y allá, comida a las dos y selfi a las cinco. Nueva York en dos días, China en cuatro. Cruzamos océanos en once horas y recorremos continentes de punta a punta en la mitad de ese tiempo, renunciando a los trenes que en sí mismos suponían una aventura; a los transatlánticos que dejaban espacio a las relaciones, a la reflexión y a la vida. Queremos en casa lo deseado al día siguiente de adquirirlo en Amazon; nos entregamos sin reservas al producto industrial y renunciamos al trabajo minucioso del artesano; buscamos el significado de una palabra pulsando en un teléfono móvil, renunciando al placer de hojear despacio un libro o un diccionario; privándonos así, también, de las sorpresas inesperadas, los descubrimientos colaterales que ese hojear de páginas puede depararnos.
Por supuesto, vivir con lentitud sin parecer torpe o indolente, o serlo, es arte de unos pocos. Hay que trabajarlo y pagar el precio. Pero quien sabe ser lento acaba siendo rico; y el apresurado suele caer, además, en el ridículo. Aunque tampoco el ejercicio de la lentitud sea una garantía contra la ridiculez. Hay una especie de movimiento social, el Slow –nacido en 1986 cuando el periodista Carlo Petrini se indignó por la apertura de un McDonald’s en el centro de Roma–, que defiende ciudades lentas, comida lenta, moda lenta. Como todos los movimientos de los que se apropia el mundo actual, mezcla principios muy razonables con demagogias varias y alguna tontería. Pero, en mi opinión, las ventajas de una inteligente lentitud no necesitan adscribirse a movimiento alguno; entre otras cosas porque las tendencias sociales suelen acabar en manos de agencias publicitarias. La lentitud positiva es un asunto individual, de cómo cada ser humano desea vivir y relacionarse con el entorno. Viajar, comer, leer… Incluso, vestir. La obsesión por comprar ropa continuamente, por renovar el vestuario cada cinco minutos, llega a lo enfermizo en las sociedades acomodadas. En oposición, y al menos en lo que a ropa masculina se refiere, nada me parece más adecuadamente lento que pocas prendas de buena calidad, ligeramente usadas, clásicas y pasadas de moda: es decir, de las que no pasan de moda nunca.
Y hasta el insulto, puestos a ello, queda maravillosamente resaltado por la digna lentitud de quien lo emite. Los niños de Cartagena adorábamos a Pinares, el cochero fúnebre, al que cuando pasaba solemne y vestido de negro en el pescante de su coche de caballos decíamos, para provocarlo: «Pinares, ¿nos das una vuelta?». Y él, volviendo despacio el rostro, nos miraba muy serio. Y luego, sosegado, tranquilo, respondía: «Cuando se muera vuestra madre la voy a llevar por todos los baches –aquí hacía una lenta y digna pausa–. Hijos de la gran puta».
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Tal vez este tiempo difícil que estamos viviendo nos sirva de lección, aunque no estoy seguro. Tarde o temprano, por duras que sean las clases magistrales que la vida ofrece, o impone, el ser humano acaba teniendo mala memoria. Deseando, incluso, que acabe la pesadilla para hacer de nuevo lo que, a menudo, fue causa de ésta. Ha ocurrido y seguirá ocurriendo. A veces sucede en un plazo breve y otras en años, o generaciones. No soy optimista en eso, sobre todo porque además de leerlo en libros lo he visto yo mismo. Cuando vives lo suficiente y en los lugares adecuados, hay cosas que no necesitas que nadie te cuente. Las tienes de primera mano, porque forman parte de tu biografía. Las posees y las recuerdas.
Hay una pequeña tienda en el Madrid viejo en la que de vez en cuando compro una pequeña semiesfera de cristal, de ésas que al agitarlas producen un efecto de nieve, que tiene en su interior un iceberg y un Titanic a medio hundirse. Suelo regalárselo a los amigos a quienes la vida coloca en situaciones de privilegio, o de éxito. A los que viven un momento dulce personal o profesional. Era un prodigio de la técnica moderna, digo al entregarlo. Era un buque insumergible, o las 2.228 personas embarcadas en él creían que lo era. Y creer eso, a bordo de un monstruo de acero de 45.000 toneladas lanzado a 22 nudos de velocidad por un mar lleno de icebergs, costó la vida de 1.513 pasajeros. Ocurrió hace 108 años, pero el principio básico sigue siendo el mismo. Acuérdate de eso por muy bien que te vayan las cosas, o en especial cuando vayan bien las cosas. Ten presente, siempre, que cuando un general romano obtenía una gran victoria y desfilaba en triunfo por la capital, en la cuadriga, tras él, iba un esclavo público que sostenía sobre su cabeza una corona de oro, repitiéndole una y otra vez al oído: «Recuerda que sólo eres un hombre». Recuerda que eres mortal.
También yo tengo cerca uno de esos Titanic, en el lugar de la biblioteca donde trabajo. Puedo verlo mientras tecleo. Y más de una vez, en los casi treinta años que llevo escribiendo esta página, he recordado aquí ese barco y lo que, en mi opinión, simboliza. Y no es sólo que cada progreso técnico, cada paso hacia lo nuevo, lleve incluida su propia disfunción, su fallo particular, su accidente específico. Es que también, y sobre todo, nuestro olvido de ese principio elemental aumenta el peligro. Intensifica los riesgos, pues cuando el fallo minuciosamente reglamentado por el azar del cosmos –hay azares que, paradójicamente, son reglas inmutables– sitúa el iceberg correspondiente en el lugar exacto de la carta náutica por la que nuestro alegre barco navega, se cumplen de modo inexorable las viejas y eternas leyes.
Olvidamos con frecuencia que el mundo es un lugar peligroso: un paisaje hostil. Y por cada olvido, cuando llega el inevitable recordatorio a corto, medio o largo plazo, pagamos precios muy altos. Cada despertar de nuestra modorra irresponsable, del engaño en que preferimos vivir, nos cuesta los mil y pico muertos de un transatlántico, los cinco mil de unas Torres Gemelas, los cincuenta mil de una Pompeya, los cien mil de un tsunami, los millones de una gran epidemia o una guerra mundial. Nuestros bisabuelos o tatarabuelos, que estaban más acostumbrados a lo real, lo sabían perfectamente. Conocían la fragilidad de sus vidas y actuaban, o intentaban hacerlo, con arreglo a esa lucidez. Las lecciones que extraían de cada golpe, de cada burla malvada del cosmos o de los dioses, eran más firmes y duraderas. Vivían sabiendo que iban a morir y que ese camino tenía innumerables atajos. Hoy, sin embargo, hemos decidido vivir como si no fuéramos a morir nunca. Cual si estuviéramos a salvo, vamos por el mundo fingiendo ser inmortales, y eso nos hace imprevisores; incluso tacaños a la hora de llevar en el bolsillo la moneda que tarde o temprano nos exigirá Caronte, el que transporta a los muertos a la otra orilla del río Estigia. Nos sorprendemos y protestamos, indignados, a la hora de pagar la factura del barquero; y creo que es un error. No se trata de vivir angustiados viendo la existencia como un drama, sino de caminar con naturalidad por un paisaje lleno de cosas hermosas y también de lugares turbios y peligrosos. Moverse entre los icebergs con la saludable incertidumbre del buen marino, preparados para ocupar los botes salvavidas o incluso para cederlos a quienes más los merecen. Se trata, en resumen, de asumir con sencillez las reglas. De escuchar atentos, serenos, lúcidos, conscientes, las palabras del esclavo que nos susurra al oído que somos mortales. Y sólo esa certeza nos hará mejores de lo que somos.
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Presidiarios, marinos, putas y legionarios: ésos eran hace mucho tiempo –en mi infancia y juventud lo seguían siendo– quienes llevaban tatuajes. Hasta muy avanzado el siglo XX, la piel tatuada fue seña de identidad casi exclusiva de grupos sociales definidos y marginales, situados fuera del ámbito de la llamada sociedad respetable. Ningún caballero, ninguna señora, nadie entre las entonces llamadas personas de bien, independientemente de su fortuna o posición social, se tatuaba nada. Ésa era una práctica exclusiva de aventureros o de gentuza. Si en una bronca de bar veías a un fulano con un emblema del Tercio en el antebrazo, un Madre, nací para hacerte sufrir en el pecho o unos puntos azules en el dorso de una mano, más valía mantenerte a distancia cuando llegara el navajazo. El tatuaje era aviso de peligro en unos usuarios y misterio aventurero en otros. En mi niñez entre marinos escuché muchas historias contadas por hombres con tatuajes; y Paco el Piloto, que tanto influyó en mi juventud, tenía uno en un antebrazo: azul, casi emborronado por el Mediterráneo y la vida. Una mujer empuñando el timón de un barco.
Los tatuajes de hoy nada tienen que ver: hombres, mujeres, jóvenes o maduros, ancianos incluso, cualquiera puede lucirlos sin que lo miren mal; o, al menos, sin que todos lo miren mal. Tal vez por la vieja educación recibida, a mí no me agradan los tatuajes a la vista en profesiones que impliquen responsabilidad en trato directo con el público: empleados de líneas aéreas, médicos, policías, guardias civiles y gente así. Se me hace raro confiar el dinero en mi banco a un señor al que asoma una serpiente por el cuello de la camisa o a una señora con el careto de Brad Pitt tatuado en el arranque de una teta. Pero se trata, sin duda, de prejuicios propios de mi generación, que tal vez los más jóvenes no compartan. Así que en general me parece bien. Nihil obstat. Tres de mis más fieles amigos, los grafiteros Jeosm –fotógrafo extraordinario, además–, Lose y Rise, van tatuados hasta el prepucio, o casi, y me encanta porque eso encaja a la perfección con ellos, su personalidad y su forma de entender la vida. Y así, muchos otros. Como una amiga, también grafitera, que lleva un faro tatuado en un hombro, o los dos queridos lectores que se grabaron, respectivamente, la primera frase y la efigie del capitán Alatriste. El tatuaje forma parte indiscutible de los usos sociales actuales y como tal debe asumirse, guste o no. Y más en ciertos ambientes, lugares y países. Como dice un amigo cubano muy aficionado a los intercambios de microbios: «Te juro que hace años no me singo a una jeva que no tenga tatuajes en algún lado. Cuando por casualidad encuentro una que no lleve, se me hace raro y entonces ni se me para, mi hermano».
Lo curioso es que yo mismo estuve a punto de tener uno a los 22 años, aunque es verdad que mi forma de vida podría haberlo justificado entonces. Ocurrió en Beirut en el verano de 1974. Estaba en la ciudad, y por aquel tiempo tenía una amiga millonetis cuyo padre era el dueño de todas las granjas de pollos del Cercano Oriente. Aglae Massini, que era corresponsal de Pueblo y entonces me quería mucho, me animaba a casarme con la millonetis, vivir del morro y retirarnos los dos a disfrutar con la pasta de la moza y su padre. A mi amiga libanesa le gustaban los antros bajunos y golfos; y una noche, en el barrio viejo de la ciudad, discutimos, se largó muy enfadada en su Mercedes rojo tras llamarme ibn charmuta y me dejó tirado en un ambiente poco recomendable, aunque según para qué y para quién. La verdad es que me las arreglé bastante bien tomando copas –y pagándolas yo, naturalmente– con fulanos bigotudos y peligrosos que dos años después, al empezar la guerra, me fueron útiles como contactos locales. Y uno de ellos –no olvido su nombre, Marwan Haddad–, un fulano que llevaba los brazos llenos de tatuajes, me convenció para que me hiciera uno. Acabé con media tajada de arak y remangado ante un tatuador local, dispuesto a grabarme en la cara interior del antebrazo izquierdo una bonita serpiente alada en rojo y azul; pero cuando el de la aguja estaba a punto de empezar la faena, pensé que eso me marcaría para toda la vida; y a saber si luego, en algún momento, esa obvia identificación no iba a hacerme la puñeta. Así que le di cinco libras al fulano y me largué de allí. Tambaleante, pero me fui, conservando además el reloj y la cartera. Que tuvo su mérito. Y esa es, en fin, la historia de lo que no ocurrió. Ahora, 46 años después, miro mi brazo sin tatuar, recuerdo a la millonetis, a Marwan y al tatuador, y pienso que también los tatuajes que nunca llegas a tener pueden dejar marcas para toda la vida.
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Me he acordado de él, y no hace falta que explique por qué. También recuerdo el lugar como si aún estuviera allí: avenida Marsala Tito, cerca del puente donde Gavrilo Princip mató al archiduque Fernando y a su esposa. Y como tomé notas en un cuaderno que conservo, recuerdo también la fecha: 11 de agosto de 1993. Era la época dura en Sarajevo, y lo contábamos en los telediarios. Una directora de Informativos fanática y sectaria, como nunca tuve otra, exigía que no mandásemos tanta carne sangrante, porque el mostrador chorreaba y a Javier Solana, jefe de la diplomacia europea, que se besaba en la boca con los carniceros serbios diciendo que así los aplacaba, nuestras crónicas le estropeaban la sonrisa. Pero a nosotros nos importaba eso un cojón de pato, y gracias a Miguel Ángel Sacaluga, nuestro jefe inmediato, que era mi amigo y nos cubría las espaldas, contábamos lo que nos parecía oportuno. Ahí tienen ustedes el archivo de la tele, como prueba.
El caso es que estábamos en aquella esquina junto al río, haciendo shopping. Llamábamos así a salir cada día de caza con los chalecos, los cascos y toda la parafernalia, apalancarnos donde ese día cayeran más bombas, y en cuanto pegaba un cebollazo cerca, correr a grabar en caliente el asunto y sus consecuencias. Pero también había francotiradores, y eso complicaba las cosas: si asomabas mucho la gaita o te descuidabas al cruzar, te la endiñaban. Estábamos, por eso, pegados a una esquina el arriba firmante, Paco Custodio, que era el cámara, Miguel de la Fuente, segundo cámara y ayudante de sonido, y Slobodanka, nuestra intérprete bosnia. Sentados los cuatro en el suelo y con la espalda contra la pared. Había una mujer muerta acera arriba, lo cual era recomendación suficiente para no pasar de allí, o hacerlo con cuidado. Por eso, cuando llegó el vejete flaco de la mochila y la garrafa de plástico y quiso cruzar, le dijimos que no se la jugara. Pazi Snaiperisti, abuelo. Te van a pegar un tiro. Entonces nos pidió un cigarrillo y se quedó a fumárselo con nosotros. Y mientras lo hacía, nos contó su vida.
La guerra, o las desgracias de la humanidad, tienen muchas formas; y por ese tiempo yo conocía varias. Pero aquélla me pareció especialmente triste. El anciano, leo en mis notas, tenía setenta y nueve años y se llamaba Stefan Bozuri –creo que es una zeta, pero no estoy seguro–. No tenía otra familia que una esposa también anciana, inválida, con la que vivía en un edificio batido por las bombas y los disparos. Habían pasado el invierno sin luz ni calefacción; y ahora, en verano, el agua había que ir a buscarla a unas cañerías rotas donde la gente hacía cola y donde, a veces, un bombazo hacía una escabechina. Stefan, antiguo funcionario del Estado, nos contó que durante un tiempo él y su mujer habían podido vivir de algunos ahorros, pagando a una joven que los atendía. Pero los ahorros se terminaron y además el dinero dejó de valer, y la joven no volvió; así que se desprendieron poco a poco de cuanto de valor tenían, libros incluidos. Al final se quedaron sin nada, y como la mujer no podía moverse de la cama, era él quien salía cada día a la calle desafiando los cañonazos y a los francotiradores, con su mochila vacía y su garrafa de plástico, a buscar agua y a ver si encontraba algo de comida. Siempre había quien se apiadaba de él, nos dijo: los cascos azules, algún conocido, alguna buena mujer que guisaba algo en un improvisado fogón en la calle.
Nos sorprendió su entereza. La naturalidad con que narraba la historia de dos pobres vidas solitarias abandonadas por todos, y la diaria odisea de un anciano que corría con pasitos cortos por las calles desiertas de Sarajevo, con su mochila y su garrafa, buscando algo para llevar a su mujer. Una historia entre miles, gota perdida en el océano de las tragedias del mundo, que su protagonista nos contaba sin dramatismos, con la estoica sencillez de quien asume, por edad y experiencia, que las reglas de la vida deben encajarse igual cuando ganas que cuando pierdes, cuando empiezas o cuando terminas. «Solo me niego a aceptar –fue su única queja– que puedan matarme y ella se quede allí sola, esperando».
Le dimos lo que teníamos: un paquete de Camel, aspirinas, una tableta de chocolate, medio frasco de Multidermol y las últimas barritas energéticas que le quedaban a Custodio. Después cayó una bomba cerca y nos fuimos corriendo a grabarlo todo, a ver si llegábamos a tiempo al telediario. Y lo último que recuerdo de Stefan Bozuri es la lágrima que le cayó al mencionar a su mujer sola y abandonada: una gota solitaria, sólo una, que le corrió por la mejilla y quedó suspendida en el mentón, en los pelillos blancos del rostro sin afeitar del abuelo.
Gente extraordinaria: siete héores entre un millón
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Durante cierto tiempo, las estrellas fueron importantes en mi vida. Crecí junto al mar cuando la costa no era todavía un continuo paisaje de cemento y luz artificial, y las noches en la playa, junto a fogatas hechas con madera de deriva, transcurrían bajo una hermosa bóveda celeste que giraba despacio alrededor de la Polar. Fue con Paco el piloto, en las noches en que salíamos al mar para que él se buscara la vida con los barcos extranjeros fondeados, con quien aprendí a tomar la distancia desde la Osa Mayor para encontrar la estrella maestra. Más tarde, cuando navegué en mi propio velero, algunas noches apagaba –aún lo hago– todos los instrumentos de a bordo para, sentado junto al timón, sentir el placer de navegar un rato con sólo las referencias del cielo. Y cuanto tengo alguna duda, todavía consulto el Starfinder, el disco localizador de estrellas que me regaló, hace ya muchos años, el capitán de la marina mercante don Carlos de la Rocha.
También, cuando trabajé en lugares donde la luz no sólo no era posible sino que podía ser peligrosa, muchas noches transcurrieron en la oscuridad, a cielo abierto, y a menudo dormí o esperé tumbado sobre la arena o en el saco de dormir, mirando estrellas hasta aprenderme varias constelaciones de memoria: El Cisne, La Cruz del Sur, Las Pléyades, Cefeo, Orión… De todas ellas, Orión es la que más vinculada está a mi vida, y no sólo por ser la más hermosa. Desde niño me fascinó su leyenda, la del cazador con la espada y el escudo, que vigila el cielo; el que guió a Ulises en su visita al Hades y tiene dos estrellas en los hombros, Betelgeuse y Bellatrix, tres en el cinturón y dos en los pies, una de las cuales se llama Rigel. A Orión debo tal vez la vida, como se la debe mi entonces compañero el fotógrafo Claude Glüntz; porque una noche de febrero de 1976, cuando recorríamos con un Land Rover y un conductor del Polisario una pista cercana a Mahbes, en el Sáhara, fue la posición de Orión, que estaba donde no debía estar –o más bien éramos nosotros los que no estábamos– la que nos hizo descubrir que nuestro conductor saharaui se había despistado y rodábamos por una pista minada que, además, nos llevaba directamente a las posiciones marroquíes.
Anoche, cuando pensé en escribir hoy este artículo, me asomé a ver con prismáticos el firmamento, que desde donde vivo se ve nítido y limpio. Y allí estaba el impasible y fiel Cazador, muy próximo al horizonte. Me detuve un rato en el punto rojizo de Betelgeuse, la estrella más hermosa de esa constelación, el Uluriajuak de los esquimales, Basn de los persas e Ib al-Jauza de los árabes, que en las tablas astronómicas de Alfonso X el Sabio aparece ya como Beldengeuze. Y mientras la observaba recordé que estaba mirando una estrella condenada a muerte. Todo el Universo y cuanto contiene lo está, tarde o temprano; pero Betelgeuse tiene, incluso, fecha de caducidad conocida.
Ahí donde se la ve, tan hermosa desde que nació como gigante azul hace ocho millones de años, Betelgeuse agoniza sin remedio. Se desvanece. En sólo un año su brillo ha perdido casi dos tercios de intensidad; y no porque sea una estrella de resplandor variable, que lo es, sino porque está consumiendo su combustible interno y eso la conduce, inevitablemente, al colapso que la hará estallar en lo que los astrónomos llaman supernova: una explosión que durante tres meses iluminará de noche la tierra, que hará el hombro del Cazador tan brillante como la luna llena, y que se irá apagando hasta desaparecer para siempre en uno o dos años. Según los astrónomos, para que eso ocurra quedan, como mucho, menos de 100.000 años. Y de ahí para abajo. O sea, mil cortos siglos. Cifra que si a los estúpidos humanos que estamos aquí nos parece enorme, para el impasible cosmos y sus reglas es un aperitivo de nada. Un simple suspiro entre dos aparentes eternidades.
Recuerdo que una noche, cuando estábamos mojados por el relente a bordo de su barco, esperando cartones de Winston junto a la isla de las Palomas –habíamos pescado calamares con potera mientras anochecía, para matar el rato–, el Piloto encendió un pitillo con su chisquero, miró la bóveda celeste que recortaba las alturas negras de la costa, y refiriéndose a las estrellas me dijo: «Qué pequeño y qué analfabeto se siente uno aquí debajo. ¿A que sí, zagal?». Y era cierto, y lo sigue siendo. Más de medio siglo después, pese a todo lo visto y leído desde entonces, mientras anoche observaba Orión mirando el hombro rojo y sentenciado a muerte del Cazador, volví a sentirme tan pequeño y analfabeto como aquella noche lejana junto al Piloto, en el barquito que se mecía despacio bajo las estrellas.
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Era un judío austríaco, culto, rico, elegante y cobarde, y se había suicidado en Brasil veinticuatro años atrás. Todo eso lo ignoraba yo cuando lo descubrí en la biblioteca de mi abuela María Cristina. Mi abuela y mi tía Pura eran muy aficionadas a la literatura contemporánea, y Stefan Zweig era de su agrado. Carta de una desconocida, Veinticuatro horas de la vida de una mujer y la biografía María Antonieta me gustaron mucho; pero yo leía de todo, compulsivamente, y ese autor quedó atrás, como quedan tantos libros y autores cuando un joven lector piensa más en engullir con voracidad que en digerir despacio.
Lo redescubrí más tarde, cuando José Ramón Zabala, un amigo al que debí importantes hallazgos literarios, me aconsejó Novela de ajedrez. Con ella, Zweig volvió a mi vida. Adquirí sus obras completas en editorial Juventud y luego en La Pléiade, y me lo zampé varias veces. Sus extraordinarias biografías –ese magistral Fouché–, con las de Ludwig y Maurois, amueblan buena parte de mi percepción del mundo. También me fascinó su inteligente forma de penetrar en personajes femeninos. Por eso me sorprendía que los críticos literarios españoles catalogaran a Zweig como simple autor de novelas de éxito, cuando a mí me parecía un escritor inmenso, a la altura de mis adorados Mann, Stendhal y, sobre todo, Conrad, también despreciado entonces por nuestros mandarines de la literatura. Pero en los años 80, debido a su reconocimiento intelectual en Francia, aquellos idiotas dejaron de enarcar la ceja, pasaron al aplauso, y hoy nadie discute lo indiscutible.
Nunca he olvidado a Stefan Zweig –releo algo suyo de vez en cuando–, pero lo recuerdo mucho en estos días difíciles para Europa y el mundo: famoso, rico, la llegada de los nazis lo empujó al exilio haciéndole perder patria, casa, biblioteca, idioma, amigos y esperanzas. También las ganas de vivir. A diferencia de otros intelectuales de habla alemana como los Mann o Joseph Roth –autor de la extraordinaria La marcha Radetzky–, Zweig quiso mantenerse al margen. Creyó al principio que la tormenta totalitaria sobre Europa era pasajera y que pronto volvería todo a la normalidad. A su normalidad cómoda, educada y elegante. Por eso eludía comprometerse. La polémica no es la forma de expresar mis convicciones, escribió. Su voz ni siquiera se alzó para denunciar los crímenes nazis ni defender a los otros judíos que iban a los campos de exterminio. Se quitó de en medio, huyó a Inglaterra, de donde también puso pies en polvorosa cuando la guerra llegó allí. Y mientras otros escribían artículos o daban conferencias denunciando el horror en el que Europa se sumía, él pretendió mirar desde lejos, creyendo que el dandi mundano que había sido sobreviviría, mano sobre mano, a la tragedia en marcha.
Esa irrealidad de emboscado, de pacifista naif, le duró poco. La entrada de Estados Unidos en guerra, la caída de Singapur en manos japonesas, le hicieron comprender que en ningún lugar estaría a salvo. Y ya era tarde para unirse a los intelectuales antinazis que llevaban tiempo batallando en el exilio. Sus libros estaban prohibidos en la Europa ocupada, su paraíso confortable no existía, y creyó que un futuro mejor, si llegaba, tardaría en manifestarse. Lo dijo en una carta a sus amigos: Cuanto hice se reduce a la nada. Europa, nuestra patria, está devastada para un tiempo que se extenderá más allá de nuestras vidas. Así que en 1942, junto a su joven esposa, tomó una sobredosis de Veronal y salió de escena para siempre. Fue Thomas Mann, el autor de La montaña mágica, quien le dedicó este duro epitafio: No tenía conciencia de su deber hacia sus compañeros de infortunio en el mundo entero, para quienes el exilio fue mucho más duro que para él, famoso, adulado y libre de toda preocupación material.
Nos quedan sus libros, por fortuna. Uno de ellos, el último, es el extraordinario El mundo de ayer, adiós melancólico a una Europa deshecha ante sus ojos asustados e impotentes. Y es de aconsejable lectura por muchas razones: una es la gran calidad literaria; otra, su dolorido adiós a una geografía histórica y cultural, vieja república de las artes y las letras, humanidad kantiana reconciliada en el amor de lo bello y lo justo. El testamento de un hombre de extraordinario talento derrotado por sí mismo, para quien la vida fue un privilegio; y ese mismo privilegio, unido a un carácter débil, lo incapacitó para gritar y luchar. Por eso El mundo de ayer de Stefan Zweig no es realmente el final de un mundo. Es el final de su mundo. El testamento conmovedor, pese a todo, de un hombre que murió sin pelear mientras otros sí lo hacían.
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Tengo en las manos un sable de caballería, de húsar francés. Procede de las guerras napoleónicas y es un modelo que la Historia conoce como An IV, fabricado entre 1795 y 1796 en la factoría de Klingenthal. Se trata de una hermosa pieza con hoja ancha ligeramente curva y empuñadura de estribo a la húngara: el arma más prestigiosa y clásica de las guerras del Consulado y el Imperio, hasta el punto de que muchos húsares veteranos se negaron a cambiarla por los nuevos modelos y llegó hasta 1815 y Waterloo.
He limpiado esa pieza como hago periódicamente con otras de mi modesta colección: paño suave y una cera que protege el metal y el cuero de la vaina. Alguno de estos días de confinamiento y calma lo he dedicado a ellos; a repasarlos uno por uno y poner sus fichas al día, averiguando más de cada ejemplar por las pistas que ofrece: punzones y marcas que indican dónde y por quién fue fabricado y utilizado, investigando en catálogos de armas, libros técnicos y de Historia que permiten reconstruir sus fascinantes biografías. Porque un sable, como todo objeto coleccionable, habla a quien lo escucha. Sobre todo, del tiempo que vió y las manos que lo empuñaron. Como sabe cualquier aficionado a coleccionar algo, un objeto no es sólo codiciable por su valor material, que puede ser escaso, sino también, o sobre todo, por su historia y la de quienes antes lo poseyeron. Es una puerta de las muchas que se abren al conocimiento y la memoria.
He pensado en eso estos días. En los coleccionistas de sellos, cromos, juguetes, relojes, libros, pastilleros, dedales de coser, automóviles, ceniceros, botellas de vino, cajas de cerillas o las innumerables variantes posibles. Creo que en estos tiempos de reclusión, que el privilegio de una buena biblioteca y lugares cómodos hacen llevaderos, pero que a otros menos afortunados condenan al aislamiento y la desesperación, los coleccionistas de algo, quienes amueblan su mundo personal con esas vías de escape que permiten ir más allá del objeto para disfrutar de cuanto suscita en la imaginación, encajarán con más sosiego lo difícil y amargo. Revisar sus colecciones, ponerlas al día, ampliar el conocimiento sobre tal o cual pieza –y más cuando se dispone de la formidable herramienta de Internet– habrá aliviado, sin duda, momentos que en otros casos habrían sido de hastío, ocio estéril o desesperación.
Pero no se trata sólo de coleccionistas. Cualquier afición, un móvil cualquiera que libere al ser humano de lo inmediato, si así lo desea, para llevarlo a otras regiones de placer y gratos ensueños, desde la simple contemplación de lo bello, útil o interesante hasta la penetración intelectual en cuanto ese objeto hace posible, ha salvado y salva, desde hace siglos, al ser humano de sus pozos oscuros y sus peores abismos. Entramos aquí en el ámbito de las aficiones, de los gustos alimentados por la iniciativa. En poseer, porque uno mismo lo construye, una tabla de salvación, un burladero confortable, una trinchera donde refugiarse –mirando al exterior o negándose a hacerlo, ya es cosa de cada cual– para abrigarse del frío que a veces hace ahí afuera. Del mismo modo que, cuando en otra etapa de mi vida, el regreso con malas imágenes en la retina a un hotel de paredes agujereadas y ventanas rotas me sumergía en un libro en cuyas páginas encontraba evasión, pero también explicaciones y consuelo, tengo la certeza de que quienes tienen una retaguardia amueblada con objetos que aman por su belleza o utilidad, gozan de más herramientas para que su cabeza, y como consecuencia su cuerpo, sobrevivan a los tiempos duros.
Por eso hace un rato, cuando limpiaba el sable de húsar antes de devolverlo a su vaina, pensaba con una pequeña sonrisa cómplice en todos ellos. En los hermanos de la costa a los que nos une, no la misma afición ni los mismos gustos, pero sí algo común y por encima de eso: la conciencia, o la intuición, o la experiencia, de que hay actividades, mundos propios que nos salvan; que alivian esas soledades que todos tenemos, incluso, o tal vez precisamente por ello, encerrados en un piso de 60 metros con niños, marido, esposa y suegra, o suegro. En quien con minuciosa paciencia construye barcos de madera para navegar con la imaginación, pinta soldados de plomo, recupera películas amadas de la videoteca, alinea vitolas de puros en un álbum, mata marcianos en la videoconsola, acaricia un libro como si fuera la piel de un amante o un amigo. Dichoso es, por tanto, quien tiene un sable en casa. No como arma, que eso es lo de menos, sino como compañía, evasión y consuelo.
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Durante estos días de estado de alarma y confinamiento según y cómo pero todo lo contrario, es posible que recuerden ustedes aquel chiste del sastre chapucero y el traje mal cortado. Por alguna razón que no establezco –tal vez mi natural ingenuidad–, yo mismo pienso en él a menudo, mientras oigo la radio o veo la tele. Y como hoy no se me ocurre otra cosa mejor que contarles, y el mencionado chiste contiene aspectos que podrían tener una lectura en clave política y social del tiempo y la España en que vivimos, y también de quienes la administran, me van a permitir ustedes que se lo refresque. Así que procedo a ello.
Un cliente acude a la sastrería a probarse un traje hecho a medida, que ya está listo, dicen, para que se lo lleve. Situado frente al espejo de cuerpo entero, mientras el cliente se estudia detenidamente, el sastre dice: «La verdad es que le queda a usted de puta madre». Poco convencido, el cliente comenta que ve el cuello de la chaqueta ligeramente holgado hacia la derecha. «Eso se le adaptará por sí solo en cuanto lo use un poco», responde el sastre. «Podría retocárselo –añade–, pero sería una pena porque, como le digo, el traje le queda de puta madre. Le recomiendo que durante un par de días tuerza usted un poco el cuello y lo incline hacia ese lado, ¿ve? Hasta que se asiente la hechura. ¿A que tengo razón? ¿Ve cómo ahora le queda de puta madre?».
Obedece el cliente, comprobando que el sastre tiene razón y que, con el cuello torcido a la derecha, la chaqueta le cae ahora impecable. Pero de pronto observa que, en esa postura, una manga queda más corta que la otra. Y se lo hace notar al sastre. «Eso también se asentará en cuanto lo use usted un par de días –responde el tijerillas con mucho aplomo–. Bastará, de momento, con que encoja usted un poquito ese brazo, así, mire, y la manga tendrá la longitud perfecta. Y no es por no retocárselo, se lo aseguro; pero sería una lástima tocar los hilvanes porque, desde luego, el traje le queda a usted de puta madre».
Convencido por el argumento técnico, el cliente –que es un bendito de Dios– encoge el brazo y comprueba que, en efecto, si tuerce el cuello hacia la derecha encogiendo al mismo tiempo el brazo izquierdo, esa manga muestra exactamente un centímetro de puño de camisa, como debe ser. Pero también repara en que el pantalón hace una bolsa bajo la cintura, sobre la pinza de la izquierda, y se lo indica al sastre. «Es que estamos hablando todo el tiempo de lo mismo –responde sin inmutarse el otro–. El traje le sienta de puta madre, pero la lana fría de oveja virgen de Cornualles, como producto que es de altísima calidad, siempre necesita unos días para adaptarse de forma natural al cuerpo que la lleva. Esto no es tergal, caballero». Entonces el cliente, casi avergonzado por preguntar, reclama una solución para el asunto. Y el sastre, magnánimo, responde: «Muy fácil, fíjese. Durante ese par de días que le aconsejo, procure usted caminar con la cadera así, un poco echada para el lado izquierdo. ¿Ve lo que le digo? De ese modo no se nota bolsa ni nada. Y así, también el pantalón le queda de puta madre».
Levanta un dedo el cliente, tímido pero inquieto. Permítame una observación, dice. Observo que si echo a un lado la cadera, la bolsa del pantalón desaparece; pero entonces queda una pernera más corta que la otra. Fruncido el ceño, cinta métrica en mano, el artista se agacha, toma la medida y se incorpora, displicente. «Sólo dos centímetros –sentencia–. No merece la pena retocarlo porque, como digo, la lana inglesa Chaste Sheep de cuatro hilos tejida en crudo se adapta muy bien con el uso. Bastará con que flexione usted esa rodilla y tuerza la pierna al andar. Sería una pena descoser y coser de nuevo, el tejido perdería su apresto. Y como le repito, y usted mismo puede comprobar, mírese bien ahora, el traje le queda de puta madre».
Convencido, adoptando simultáneamente todas las posturas sugeridas por el sastre, el cliente sale a la calle a lucir el traje nuevo. Atento a recordar cada uno de los consejos sartoriales, camina con el cuello inclinado a la derecha, el brazo izquierdo encogido, la cadera a un lado y una pierna torcida. Pasa así, orgulloso de su indumento, por delante de un bar en cuya puerta hay dos parroquianos que se lo quedan mirando. «Oye, compadre –comenta uno–. Ese tío tan raro que pasa, fíjate en lo mal hecho que está». A lo que responde el otro: «Raro es, desde luego. Pero debe de tener un sastre estupendo, porque el traje le sienta de puta madre».
Y, bueno. Supongo a muchos de ustedes les sonará el chiste. Y el sastre.
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