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Channel: Arturo Pérez-Reverte, Autor en XLSemanal
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La radio, Alsina y yo

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La radio, Alsina y yo

Patente de corso

Les doy mi palabra de honor de que cuanto hoy les cuento es cierto. Acabo de despertarme y estoy oyendo la radio: todavía un minuto entre las sábanas antes de ponerme en pie. Esta mañana le toca a Alsina y me acompaña de fondo su informativo de las ocho. Soy oyente de rutina, de los que ponen un rato la radio antes de irse a trabajar. Me lavo los dientes, me ducho, me visto. Estoy listo para desayunar y ganarme el jornal, así que apago la radio justo cuando empieza la tertulia. O, para ser más exacto, le doy al conmutador para apagarla. Pero ésta, para mi sorpresa, sigue sonando.

Mecachis en los mengues, pienso. Se ha bloqueado la tecla. Cojo el aparato, lo sacudo y vuelvo a pulsar la tecla. Nada. El chisme sigue a lo suyo, con un volumen demasiado alto. Pulso, repulso y vuelvo a pulsar. Lo dicho. Alsina y sus tertulianos no dejan de largar. Además están hablando de Puigdemont, y eso no contribuye a serenarme el ánimo. Pulso unas diez veces más, las últimas casi aporreando el aparato. Y nada, oigan. Nada de nada. O más bien lo contrario: todo. Porque la radio no se calla, ni baja el volumen. Antonio Lucas discute con Rubén Amón y de vez en cuando interviene Raúl del Pozo. Le doy un golpe al chisme contra la mesa con gana de que se parta en dos; y aunque parezca mentira, la radio sigue largando como si tal cosa. El puñetero artilugio del diablo.

Empiezo a cabrearme de verdad. Pónganse ustedes en mi lugar. La radio suena a toda leche, aún más fuerte que antes. La maldigo a gritos, soltando atrocidades tabernarias. Sherlock y Rumba, mis perros, me miran de lejos sin osar acercarse. Ahora Alsina entrevista a un político del Pepé que insiste en la acrisolada honradez de su partido; y luego, ignoro por qué motivo, interviene, o lo mencionan, o no sé bien lo que pinta ahí, un payaso demagogo y analfabeto que dice ser líder de una asamblea nacional separatista andaluza. Que ya hace falta ser cretino. Así que entre el del Pepé, el payaso analfabeto y el volumen de la radio se me sube la pólvora al campanario y blasfemo en arameo: San Apapucio, el Copón de Bullas y la virginidad –cuestionable, en mi opinión– de las 11.000 vírgenes. Luego le pego un puñetazo a la radio que casi me disloca la muñeca.

Y ahora, ojo al dato. Lo juro por mis muertos más frescos: la radio continúa encendida. Alsina larga sin inmutarse. Entonces agarro el aparato, y golpeándolo contra el borde de la mesa, lo parto en dos. Literalmente. Lo abro y le miro las tripas. Y de esas cochinas tripas, créanme, sigue saliendo la voz del maldito Alsina. Me quedo estupefacto y pierdo del todo los papeles. Tiro al suelo los dos pedazos de la radio, pateándolos sin piedad hasta convertirlos en bicarbonato. Chas, chas, chas. Saltándoles encima, como en los dibujos animados. Y cuando acabo, sudoroso y con cara de psicópata –me he visto en el espejo–, ¡la radio sigue sonando!

Abro la ventana y lo tiro todo. Hasta el último fragmento. Después cierro y me siento en la cama, descompuesto; porque mientras palpo mi ropa buscando dónde, el cabrón de Alsina sigue largando impávido, inasequible al desaliento. Como si yo tuviera la radio en el cuerpo, o se me hubiera enganchado algún chip, o transistor, o qué sé yo. Así que me desnudo con precipitación, tiro la ropa bien lejos y, apenas lo hago, Brasero me informa, a todo volumen, del tiempo que va a hacer hoy en España. Doy un alarido, me pongo la mano en el corazón, que late a ciento cincuenta por minuto, y advierto que la radio se oye mejor de ese lado de mi pecho que del otro. Estupefacto, doy una vuelta por la habitación, me doy con la frente contra la pared media docena de veces, toc, toc, toc, y me vuelvo a mirar al espejo. Se me ha puesto una cara de loco que da miedo.

Lo mismo, reflexiono desesperado, alguna onda electromagnética o algo así se me ha colado dentro, y mi cuerpo actúa como receptor. Yo qué sé. Entonces pienso que quizá se cortocircuite bajo el agua, así que me sitúo bajo la ducha. Pienso que puedo electrocutarme como un salmonete con papel albal en un microondas; pero a esas alturas, la verdad, me importa un huevo. Como decía mi padre cuando tarareaba La Internacional al afeitarse –lo hacía para chinchar a mi madre, que a esa hora iba a misa–, más vale morir de pie que vivir de rodillas.

Adiós, mundo cruel. Con mano firme, casi suicida, abro el grifo de la ducha y me cae encima una ducha helada. Zascachascachasca. Y en ese momento me despierto tiritando, abro los ojos, muevo hacia un lado la cabeza en la almohada y veo la radio en la mesita de noche, con Alsina largando, impasible. El maldito.

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El estafador anacrónico

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El estafador anacrónico

Patente de corso

Aeropuerto de Barajas, media mañana. Me dirijo al control de pasajeros caminando ante los mostradores de Iberia, cuando un individuo me sale al paso. Tiene al lado una maletita con ruedas y viste correcto. Únicos puntos en contra, ojeras excesivas y manos de uñas descuidadas. Por lo demás, bien. Me aborda en un inglés elemental y después pregunta si hablo italiano. Me defiendo, respondo, y en esa lengua me cuenta que tiene a su mujer –que está embarazada– en el chequeo de equipajes, que tienen exceso de peso, y que casualmente su tarjeta de crédito no funciona. Que tiene que abordar su vuelo y que si puedo ayudarlos.

No le doy un beso porque estoy mayor para esas cosas, y además podría ser malinterpretado. De pronto, su torpe intento me suscita recuerdos estupendos, de películas, compadres y peripecias del pasado. No se han extinguido, me digo con malévolo agrado. A pesar de que todo cambia, ellos siguen ahí, de toda la vida, adaptándose a los nuevos tiempos y situaciones. Como aquellos formidables Tony Leblanc y Antonio Ozores en Los tramposos, obra maestra de la picaresca nacional; o Pepe Isbert en Los ladrones somos gente honrada; o Arturo Fernández y Paco Rabal en Truhanes; o el inmortal estafador encarnado por Vittorio de Sica –esa escena en la que se hace amo de la comisaría– en Peccato che sia una canaglia, con Sophia Loren y Mastroianni, que aquí se tituló La ladrona, su padre y el taxista: película que si no han visto ustedes todavía, no sé a qué diablos están esperando.

Pero en mi caso, además, llueve sobre mojado. Porque no se trata sólo de cine. Este fulano del aeropuerto, de estilo más bien cutre, me trae a la memoria a varios viejos, queridos y ya fallecidos amigos, como los que en aquellos años fascinantes de La ley de la calle se asomaban al programa legendario –periodistas, putas, yonquis, choros, policías– que hicimos en RNE hasta que un mal sujeto llamado Diego Carcedo se lo cargó por turbias razones personales. Como mi querido Ángel Ejarque, el rey del trile y el morro urbano –sus reglas eran nunca gente mayor, nunca viudas–, artista del rollo callejero que mejor encarnó a la selecta aristocracia del barrio, que dejó de fumar el año pasado y de quien ya he escrito en esta página. O del fino y mítico Pepe Muelas, el hombre que vendió el tranvía 1001 e inventó los timos geniales del telémetro, el abrigo de visón y el Stradivarius, y a quien la última vez que detuvieron estaba numerando con tiza las piezas de la Cibeles, a las cuatro de la madrugada, para vendérsela a un millonetis gringo.

Me acuerdo de todo eso, como digo, y no puedo evitar una oleada de súbita ternura ante el italiano chapucero que, creyéndome un pringado sin conocimientos del arte de tangar incautos, sigue soltándome su rollo con cara de estar asfixiado. Y al fin, en homenaje no a él, que es más bien torpe, sino a los viejos colegas con los que ya no puedo tomarme una caña en un bar de Atocha, le digo que sí, que vale, que lo ayudo. Que me lleve hasta su mujer, y a ella le daré el dinero que necesita para facturar ese equipaje. Y entonces el fulano, en vez de sonreír estoico y decir, vale, me has pillado, o salir por peteneras, o echarle morro y llevarme por la cara hacia donde está su mujer –que a lo mejor está allí de verdad, tangando a incautas– tiene un mal detalle, algo que le pillo en la jeta, en la forma de torcer la boca y de mirarme con una súbita y atravesada mala baba. Y de pronto se me esfuma la simpatía, le digo «Mi dispiace» y sigo mi camino.

Nada que ver, me digo alejándome de él. Un torpe aficionado de medio pelo, anclado en maneras viejas, sin cintura, sin temple, sin capacidad de reacción ante una clientela que ya no es la crédula inocente de otros tiempos. Qué diferencia, pienso, con aquel chico joven con chaqueta, corbata y maletín de ejecutivo –los zapatos sucios y malos eran su único fallo– que me abordó hace unos meses en la calle Capitán Haya de Madrid, diciéndome que le habían robado la billetera y el móvil y que si podía prestarle dos o tres euros para el autobús. Con una cara de buena persona que casi te convencía, con una educación extrema, me asestó un rollo macabeo impecable, tan bien hilado que al acabar saqué un billete de cinco mortadelos y le dije: «Toma, por lo bien que te lo has currado. Pero la próxima vez, ponte unos zapatos buenos». Y el fulano, con mucho aplomo y mucha casta, se miró los calcos, se echó a reír y se guardó con mucha sangre fría los cinco euros. Mirándome a la cara como un señor.

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Ángel Ejarque Calvo

La última aventura de Pepe el Muelas

Trileros en las Ramblas

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Infiltrados e infiltradas

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Infiltrados e infiltradas

Patente de corso

Se me acaba de caer otro mito, oigan. Uno más. El asunto, esta vez, es que en mi acrisolada ingenuidad tenía la convicción de que infiltrar policías en bandas de atracadores, traficantes, terroristas y gente así, era un asunto que se llevaba en el más absoluto secreto. Estrictamente confidencial, vamos. Lo pensaba no por haberlo visto en el cine, que también, sino por experiencia propia. En mis tiempos de reportero tuve ocasión de conocer a varios de esos serpicos. Recuerdo a uno que estuvo dentro de una peligrosa banda de atracadores, jugándose el pescuezo, hasta que los trincaron a todos en un atraco en el que él conducía el coche. Y de otro que, en un final muy a la española, estuvo dentro de un comando de ETA hasta que lo llamó su jefe a las cuatro de la mañana para decirle: «Pírate de ahí ciscando leches, porque mañana sale tu nombre y tu foto en un reportaje de Interviú».

Creía, como digo, que eso de infiltrar maderos o picoletos entre los malos era una cosa delicada, que por razones obvias se llevaba a cabo con discreción extrema. Siempre supuse que un comisario, tras observar el comportamiento y condiciones humanas de uno de sus elementos o elementas –también conocí a una infiltrada que trabajó en Melilla y tenía más ovarios que el caballo de Espartero–, le echaba el ojo y lo preparaba para el asunto, o éste se presentaba voluntario porque le iba la adrenalina, la marcha o la pasta a cobrar. En cualquier caso, que todo se llevaba a cabo con la clandestina opacidad necesaria. Sin embargo, me equivocaba. Errado andaba. Porque esto es España, oigan. La del telediario. El paraíso de los ministros de Interior bocazas y de los tontos del ciruelo.

¿Adivinan ustedes cómo se recluta en España a policías para infiltrarlos entre delincuentes y terroristas? Pues sí, lo han adivinado: mediante convocatorias públicas que además salen en los periódicos. «Interior selecciona a 40 policías para infiltrarlos en grupos criminales», titulaba sin complejos un diario hace un par de semanas. A continuación exponía los criterios de selección –idiomas, pruebas psicotécnicas y psicológicas– y luego, eso es lo más bonito, detallaba en qué iba a consistir la tarea de quienes superasen tales pruebas: identidades falsas, negocios y empresas pantalla, vehículos con matrículas chungas y cosas así. Y para rematar, señalaba objetivos concretos: tráfico de órganos, trata de seres humanos, secuestro, prostitución, narcotráfico, pederastia en Internet, terrorismo y otros palos. Todo un programa de infiltración, como ven. Bien desmenuzado, a fin de que no haya dudas. Un alarde admirable de transparencia informativa, para que luego no vayan diciendo que en España no lo sometemos todo a la luz y el escrutinio públicos. Aunque si uno rasca, siempre encuentra algún resabio fascista por ahí; como cuando, para completar tan necesaria información, uno de los diarios que publicaron la noticia preguntó a la Policía cuántos agentes encubiertos hay en activo –los ciudadanos y ciudadanas españoles y españolas tienen derecho y derecha a saber–, pero el portavoz policial, en un censurable acto de oscurantismo predemocrático franquista, se negó a dar esa información. Por  lo menos, ahora sabemos que habrá cuarenta más de los que hay. Algo es algo.

Dicho lo cual, no sé a qué esperan los políticos. A qué aguardan los cancerberos de nuestra integridad moral para entablar un debate parlamentario sobre el asunto. Para preguntar cómo y por qué, en flagrantes usos policiales del pasado, se infiltra pasma encubierta en grupos malevos; para pedir una lista de sus nombres y apellidos y comprobar si cumple el concepto de igualdad, con tantos infiltrados como infiltradas; para establecer hasta qué punto eso no atenta contra los derechos de los que, aunque nos pese, también deben gozar los delincuentes, a los que –buscando siempre su reinserción y nunca la venganza social, que es mala, Pascuala– debemos combatir cara a cara y a la luz del día, con limpias prácticas democráticas y no con tenebrosos subterfugios y engaños propios de otras épocas. No sé a qué esperan, insisto, para tener allí largando al ministro Zoido, que con ese verbo ágil que tanto bien hace siempre a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los que dirige y representa, nos tranquilice al respecto, el artista. Porque infiltrados, sí, vale. De acuerdo. Pero con convocatoria oficial, luz y taquígrafos, y dentro de un orden.

Creo haberlo escrito ya alguna vez; pero, con su permiso, vuelvo a escribirlo ahora: en España llevamos mucho tiempo siendo gilipollas por encima de nuestras posibilidades.

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España es culpable

Echando pan a los patos

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El pintor de volcanes

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El pintor de volcanes

Patente de corso

Hay que ver lo que son las lecturas y la vida. Quizá parezca raro que un volcán haga pensar en conquistadores españoles, la sala desierta de un museo, un buen desayuno, Pancho Villa y Zapata, la guerra, un pintor extraordinario y una de las mujeres más hermosas que has visto en fotografía. Y, sin embargo, eso ocurre en sólo unos instantes, a unos cinco mil metros de altura, o quizá son menos, cuando el avión de Iberia en el que viajo se encuentra a una hora de la ciudad de México. Son las seis de la tarde, hora local. Estoy leyendo –con mucho disfrute, pues no había vuelto a él en cuarenta años– el extraordinario Claros varones de Castilla, de Fernando del Pulgar. De pronto levanto la vista, miro por la ventanilla, y en la distancia, sobre el fondo de un cielo entre ámbar y rojo por el cercano crepúsculo, veo una alta, recta y gruesa columna de humo que asciende sobre el Popocatépetl.

Sonrío. Ésa es mi primera reacción. Sonrío de placer y de felicidad; no tanto por la belleza del espectáculo, que también, sino por cuanto esa escena me recuerda. Dejo el libro, apoyo la cabeza en el respaldo, y mirando el volcán lejano evoco libros leídos, lugares visitados, descubrimientos fascinantes. Pienso, lo primero, en Diego de Ordás, el soldado español que en 1519 subió al volcán en busca de azufre para su pólvora. Y también en Sanborn’s, el elegante local de azulejos de la capital mexicana, donde, el día que las tropas revolucionarias entraron en la ciudad, unos rudos zapatistas se hicieron una fotografía desayunando. Esa foto mítica me llevó hasta allí un día del año 96 o 97; y al terminar mi desayuno, como el Museo Nacional estaba cerca, decidí echarle un vistazo. Era temprano, y caminé por las salas desiertas hasta que un cuadro me quitó el aliento, dejándome petrificado como si una bomba hubiera estallado ante mi cara. Se titulaba Erupción del Paricutín: un lienzo espectacular, hecho de negros, rojos y grises, con violentos trazos que recordaban el fuego, la ceniza, las leyes implacables de la naturaleza que desgarran la tierra y sepultan a los hombres. Y así descubrí al Doctor Atl.

Se llamaba Gerardo Murillo, supe en cuanto pude informarme. Doctor Atl era su nombre artístico. Vulcanólogo, intelectual, aventurero, pintor extraordinario, no sólo pintó volcanes, sino también paisajes y retratos. Y a medida que me adentraba en el personaje, ávido de su obra y su vida, encontré un retrato de mujer cuyos ojos verdes me estremecieron. Eso me hizo buscar un libro con esa biografía, donde encontré fotos de una extrema sensualidad; de una belleza extraordinaria. Conocí así el rostro y la vida de Nahui Olin, que fue amante del Doctor Atl, influyó en sus sentimientos e inspiró parte de su obra hasta que ella lo abandonó, huyendo con un marino mercante llamado Eugenio Agacino. Del que, por una de esas carambolas de la vida, yo tenía en la biblioteca un viejo tratado de náutica escrito por él. Y es que, tarde o temprano, si una vida tiene tiempo, todos sus cabos sueltos se anudan.

El caso es que los ojos inquietantes de Nahui Olin y los volcanes del Doctor Atl me obsesionaron durante años. Vísceras de mineral, fuego y piedra, paisajes atormentados, respuestas a preguntas que me había hecho en otros lugares de catástrofe con los que, descubrí admirado, tenían parentesco directo. Y, como ocurre a quienes escribimos novelas, todo eso se combinó en mi cabeza con libros leídos, recuerdos propios e imaginación, cuajando despacio en El pintor de batallas, que acabaría escribiendo años más tarde. Un relato –la historia del fotógrafo de guerra que intenta plasmar en un cuadro la foto que nunca logró hacer– en el que ni Atl ni Olin están demasiado explícitos, pero en el que a menudo se proyectan sus sombras: «Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador».

Así, pensando en eso a bordo del avión que desciende en el crepúsculo hacia la ciudad de México, observo la columna de humo en la distancia –ahora el comandante llama a los pasajeros la atención sobre ella, y docenas de teléfonos móviles apuntan a las ventanillas– hasta que la pierdo de vista. Pero ese Pococatépetl en erupción no es sólo una imagen hermosa, concluyo. Es algo más y algo propio. Incluye mi existencia y las de quienes me rodean, aunque a menudo lo ignoremos. Y regreso a Claros varones de Castilla con la certeza, una vez más, de que nada tiene sentido sin las vidas y los libros que lo explican.

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Cediendo el paso, o no

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Cediendo el paso, o no

Patente de corso

Camino por el lado izquierdo de una calle de Lisboa, subiendo del Chiado al barrio Alto: una de ésas que tienen aceras estrechas que sólo permiten el paso de una persona a la vez. Me precede un individuo joven, sobre los treinta y pocos años. Un tipo normal, como cualquiera. Un fulano de infantería que camina con las manos en los bolsillos. Podría ser portugués, o inglés, o español; de cualquier sitio. Va razonablemente vestido. De frente, por la misma acera, camina hacia nosotros una señora mayor, casi anciana. Por reflejo automático, sin pensarlo siquiera, bajo de la acera a la calzada para dejar el paso libre, atento al tráfico, no sea que un coche me lleve por delante. Lo hago mientras supongo que el individuo que me precede hará lo mismo; pero éste sigue adelante, impasible, pegado a las fachadas, obligando a la señora a dejar la acera y exponerse al tráfico.

Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino, comprendo que sería inútil recriminarle algo. No lo iba a entender aunque se lo cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo. Es, sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará nunca. Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido, preguntándose por qué.

Y ése es el punto, concluyo desolado. Que en el mundo de ese fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar la vida y la relación con los demás –él y los millares y millones que son como él–, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su adiestramiento social. De su educación. Da lo mismo, a estas alturas, que quien venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad. Lo más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el mundo. No existe, y punto. Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto. Es un grosero honrado, un animal consecuente. Una bestia inocente, limpia de polvo y paja.

Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy nobles. Pero su número decrece, sin duda. Basta un trayecto en metro o autobús, un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a su lado. Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras ‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de agradecimiento o una sonrisa. Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata promiscuidad a que nos obliga la vida.

Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda. Entonces Juan, con esa eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».

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Mujeres

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Mujeres

Patente de corso

Acabo de mirar un viejo bloc de notas para confirmar que aquello sucedió en los Balcanes en septiembre de 1991. El ejército serbio, que todavía era yugoslavo, intentaba aplastar la sublevación nacionalista croata. Por delante, preparando el terreno, iban los irregulares chetniks, una milicia despiadada para la que el degüello de hombres y la violación de mujeres eran legítimas armas de guerra. Aquello dejaba un rastro de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando sobre cadáveres tirados por todas partes. El paisaje de Croacia, como más tarde Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la Muerte, de Brueghel. Parecía el mismo lugar y la misma guerra. En realidad, lo era.

Estábamos allí ganándonos el jornal: Márquez con su cámara, Jadranka, nuestra intérprete croata, y el arriba firmante. Aquel día la Armija yugoslava atacaba fuerte en Okuçani, y allá nos fuimos temprano, para contarlo en el telediario. Cuando llegamos el pueblo ardía, y mientras los hombres peleaban al otro lado, intentando contener a los tanques serbios, mujeres, niños y ancianos intentaban escapar por la carretera. De vez en cuando caía un zambombazo de artillería que aceleraba la desbandada y el pánico. Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a trabajar. Las imágenes no las describo porque esa misma noche salieron en el telediario. De pie entre aquella locura, sereno como siempre, el ojo pegado al visor y un cigarrillo en la boca, Márquez lo grababa todo. Después nos metimos en el pueblo en dirección a donde sonaban los tiros, para completar el curro. De pronto dejamos de ver gente. Sólo calles desiertas, ruido de tiros y cristales rotos. Territorio comanche.

Jadranka era alta, tranquila y muy valiente. Le pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que hacía no podía pagarse con dinero. Aquel otoño, en tres meses de combates y sobresaltos, vi su cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro en Petrinja y gris en Vukovar. En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos apuros; y nosotros a ella, de alguno. La única vez que Márquez y yo renunciamos a una gran exclusiva fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos de los serbios. Pero no me arrepiento, ni Márquez tampoco. De todas formas, ésa es otra historia. Aquel día en Okuçani estuvo estupenda, como siempre. Y fue ella quien nos señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en llamas: dos mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía caminar y una mujer también mayor, enlutada.

Márquez y yo les salimos al paso. Y se asustaron. Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de pronto entre la humareda y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no era en absoluto tranquilizador. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la anciana llevaba en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba a la cara, a bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite. Decidida y mortal. Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que supiera que éramos periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el gatillo, y si no llega a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela nos limpia el forro. Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar.

Después, mientras los ayudábamos a salir de allí, Jadranka nos fue traduciendo la historia. Los hombres de la familia combatían en las afueras del pueblo; y el abuelo, descompuesto por la edad y el terror, no servía para nada. Los chetniks violaban a las mujeres jóvenes, así que era la abuela la que cuidaba de sus nueras, su marido y sus nietos, llevando para protegerlos la vieja escopeta de caza de la familia. Era una vieja bajita, regordeta, de casi setenta años, con un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde llevaba unos mendrugos de pan, tres latas de sardinas y una docena de cartuchos de postas. Miraba a Márquez con suspicacia y desafío mientras éste la filmaba, sin soltar el arma, con el dedo rozando el guardamonte. Como si no acabara de fiarse del todo. Y mientras yo la observaba caminar y volverse de vez en cuando a comprobar que sus nueras, nietos y marido la seguían, y veía a su lado a Jadranka, erguida pese a la fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel pelo que ya agrisaban las primeras canas, pensé que los hombres miramos desde fuera a las mujeres. Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y utilizamos. Creemos conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente nada. Hasta que cualquier día, en Okuçani o en donde sea, las forzamos a coger la escopeta y pelear. Y entonces te hielan la sangre.

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La joven del violín

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La joven del violín

Patente de corso

Sentado en la terraza del bar Laredo de Sevilla, con un libro en las manos –Memorias de un librero, de Héctor Yánover– y una copa de manzanilla sobre la mesa, levanto de vez en cuando la vista para mirar a la gente que pasa. De vez en cuando, grupos de turistas desembocan en la plaza de San Francisco viniendo por la calle Sierpes, camino de la Giralda y el Patio de los Naranjos; y otros, que van por libre, se pasean despacio mirando el edificio del Ayuntamiento. Es una mañana muy sevillana, luminosa y tranquila. Y para hacerla todavía más agradable, suena música de violín.

La violinista llegó hace un momento, dejó en el suelo el estuche abierto de su instrumento y empezó a tocar Fascinación. La tengo a unos cinco metros. Es joven, gordita y guapa, con el pelo recogido en dos trenzas cortas. Su aspecto es simpático. Tiene los ojos claros y al principio me parece extranjera, pero al rato pasan dos conocidos suyos, deja de tocar un momento y la oigo cambiar unas palabras en perfecto español. Después sigue tocando. Mientras desliza el arco sobre las cuerdas, su expresión se torna muy dulce. La observo detenidamente y concluyo que no está fingiendo. Con certeza ama la música que hace, es feliz con el violín encajado en el hueco del hombro y la mandíbula, tocándolo con elegante maestría. No sé casi nada de música, pero sí lo bastante para saber cuándo un intérprete es bueno o malo. Y ésta es muy buena. No de esos aguafiestas que estás hablando y se te sitúan al lado con un altavoz y un chundarata insoportable, amargándote el aperitivo; y luego, encima, pretenden que les pagues por ello. Nada de eso. La chica del violín es una artista de verdad. Una violinista seria.

Pese a todo, el estuche del suelo sigue vacío. Nadie de los que pasan, y son muchos, deja una moneda. Ocurre, además, algo que me desagrada siempre, y que observo a menudo en lugares semejantes: turistas equipados con cámaras o teléfonos móviles, que creen que quienes están en la calle haciendo pompas de jabón, o disfrazados de astronauta, o tocando el violín, están allí para que ellos puedan hacer fotos por la cara, completamente gratis. Que les paga el Ayuntamiento para que alegren el itinerario. Gente tacaña, o estúpida, que se acerca, hace la foto o, lo que es peor, pide que la fotografíen junto al artista o personaje de turno, y luego sigue su camino sin dejar nada a cambio.

Eso es lo que ocurre con la chica del violín. La miran, se paran a su lado, se hacen fotos con ella y nadie deja caer un euro. Es más: en la mesa contigua a la mía hay una pareja. Un hombre y una mujer negros, muy bien vestidos. Ella es grandota y abundante; y él, un tipo corpulento con un pesado reloj de oro en la muñeca y un teléfono pegado a la oreja, por el que habla en inglés, a grito pelado, sin importarle la música y quienes la escuchamos. Y yo miro a la violinista, su dulce expresión absorta en la música, los ojos claros que entorna a veces como si se sintiera transportada por ella, y me pregunto con tristeza cuántos sueños mueren aquí, frente a esta terraza de un bar de Sevilla, o frente a no importa qué bar del mundo. Cuántas horas de esfuerzo, de practicar, de confiar en poder dedicarse un día a vivir de lo que sin duda era una pasión, y que, tras vaya usted a saber cuántas decepciones, fracasos y amarguras, acaban en un estuche abierto en el suelo, en una melodía que apenas nadie atiende en serio, en una joven con trenzas y ojos claros que, absorta en la música que ama, la ofrece en la calle a fin de ganarse la vida con lo que sabe, como la dejan, como puede.

La chica toca ahora Moon River; y una vacaburra, acompañada por un animal varón de apariencia aún más grosera que ella, se acerca, se hace una foto al lado y sigue su camino sin mirar siquiera a la chica del violín, que cuando les sonríe lo hace ya al vacío. Entonces llego a ese pasaje del libro en el que Yánover habla del cliente que preguntó: «¿Tienen Crimen y castigo, de Doctor Jekyll?». Y me digo que ya es suficiente, que mi capacidad de tristeza se ha colmado de sobra esta mañana; así que cierro el libro, me levanto, y antes de irme dejo un billete en la funda vacía. Al incorporarme, encuentro un destello de agradecimiento en la mirada clara de la joven. Entonces le guiño un ojo y ella hace lo mismo, sin dejar de tocar. Y mientras me alejo, cuando dirijo una última mirada a la violinista cuya melodía va quedando a mi espalda, veo que la negra de la mesa se ha levantado y también deja algo en el estuche.

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Hombres

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Hombres

PATENTE DE CORSO

Parado frente a un semáforo junto a dos niños varones de diez o doce años, oigo que uno le dice al otro: «Adrián es un buen tío; nunca me dejaría tirado». Siguen su camino y me quedo pensando en la frase significativa con la que, en mi opinión, un enano imberbe acaba de resumir siglos de historia masculina. Porque, hasta hace muy poco tiempo, ese «nunca me dejaría tirado» parecía más propio de hombres que de mujeres. Resabio instintivo de algunas reglas básicas que durante miles de años ayudaron a la supervivencia de nuestra especie.

Hablando en general –lo que no excluye infinitas excepciones–, dudo que hasta fecha reciente una niña o mujer adulta considerase importante señalar, en esos términos, que la dejasen tirada o no. Era menos habitual que una mujer mencionase la cohesión de grupo como factor clave, pues sus códigos de lealtad solían referirse a otras circunstancias. Lo más probable, llevando la frase a ese terreno, es que dijera algo como: «Marta me entiende y puedo contar con ella».

Desde mi torpeza de varón me esfuerzo por analizarlo. A mi juicio, dejar tirado es jerga de grupo, y contar con ella es más individual e intenso. Más profundo. Creo que para una mujer, pese al cambio en la sociedad occidental, es aún importante la empatía personal, el apoyo concreto de quien tiene la misma memoria genética –y a veces el triste presente– de soledades y sumisiones; de siglos como rehén del hombre, pariendo, cuidando el hogar que daba calor a todos. Para esa mujer, históricamente sometida a hombres buenos y también a injustos y malos, para esa mirada sabia en silencios, contar con otra mujer, aunque fuera o sea sólo una, reconfortaba y reconforta. Rompía la soledad e iluminaba, o ilumina, el mundo.

Ahí el hombre era distinto. Necesitaba menos comprensión que lealtad. Durante mucho tiempo y por asignación de roles, mientras ellas cuidaban a los cachorros, ellos salían al frío, la caza y la guerra, protegiendo desde fuera lo que las mujeres protegían desde dentro. Se enfrentaban a animales salvajes y tribus enemigas, mataban y morían; y cuando se alejaban entre el viento y la lluvia, muchos no regresaban. Eso les daba privilegios que nadie discutía. Privilegios que no pocos imbéciles ajenos al viento y la lluvia, a sacrificarse para que hembra y cachorros sobrevivan, incapaces incluso de fregar los platos, se empeñan hoy en mantener, aunque ya nada les dé derecho a ello.

En aquel mundo áspero, peligroso, los varones iban en grupo a cazar o guerrear. Ahí no bastaba contar con uno; se necesitaban varios. Las reglas solidarias eran fundamentales, pues quebrantarlas suponía fracaso y muerte. No dejar tirado a uno de los tuyos era pura supervivencia. Y creo que en muchos de los actuales varones, en sus comportamientos y códigos, esos recuerdos instintivos de caza y guerra siguen presentes. Observen de qué forma tan distinta se comportan todavía, pese a la creciente, necesaria e imparable igualdad, los grupos de chicos y los de chicas.

Por eso es importante comprender, sin que eso sea justificar. Entenderlos a ellos como a ellas. Criminalizar al varón, hacerlo avergonzarse de su masculinidad cuando ésta no es opresora ni nociva, resulta injusto. Hombres con sus códigos, y precisamente por tenerlos, han peleado y siguen haciéndolo con mucho valor y dureza. Y ya no hablo de caza o batallas, sino de padres de familia que se dejan la salud y la vida trabajando –como también hacen ellas ahora, dentro y fuera de casa, a veces en doble combate–, para sobrevivir en un mundo hostil donde, igual hoy que hace siglos, sigue haciendo mucho frío.

En otros momentos de mi vida vi a muchos hombres, con sus torpezas y brutalidades, ser leales a esos códigos de grupo. Tragarse el miedo y caminar bajo el fuego porque al compañero no se le podía dejar solo; o porque, vuelto el mundo al horror de su implacable realidad, era necesario proteger a hembras y cachorros cuando las buenas intenciones, los progresos sociales, la igualdad tan duramente conseguida de la mujer, se iban al carajo. O se siguen yendo. Prueben a hablarle de feminismo a un chetnik serbio, a un yihadista o a uno de Boko Haram.

Todo eso no me lo han contado. Lo vi en la centuria vigesimosecular que dejamos atrás y en casi dos décadas de la actual. Y si el péndulo de la vida volviese a oscilar aquí, no pocos de esos hombres a los que en este lado confortable del mundo se criminaliza y desprecia, incluso los peores, apretarían los dientes y saldrían a cumplir con las viejas reglas, para no dejarse tirados entre ellos y para no dejarlas tiradas a ellas. Obligados por códigos ancestrales que para bien y para mal, y no siempre por su culpa, todavía llevan en la sangre. Y es que, a pesar de quienes pretenden reducirlo todo a una estúpida simpleza, el ser humano es un animal apasionante y complejo.

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Luces en la noche 

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Luces en la noche 

Patente de corso

Hace casi treinta años que navego a bordo de un velero. Por lo general lo hago en cualquier época del año, y en el Mediterráneo. He dicho alguna vez, o lo he escrito, que navegar por ese viejo mar es hacerlo por la historia, la cultura y la memoria. Pocas sensaciones conozco tan placenteras como estar leyendo un buen libro mientras el sol enrojece el horizonte al atardecer –siempre pasa un barco a lo lejos en ese contraluz mágico–, fondeado en una cala a la que se asoman las ruinas de un templo griego o una antigua torre vigía, sabiendo que en ese lugar recalaban hace doscientos años los jabeques de piratas berberiscos, y que bajo tu quilla hay restos de ánforas arrojados desde naves romanas.

Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar. Y a estas alturas, con seis décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi terapéutica. Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, seguramente acuáticos. Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida. En lo que a mí se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de capitán de yate, título máximo de la náutica no profesional. La sonrisa me duró mucho tiempo. En realidad me dura todavía.

En el mar, sobre todo cuando se hacen navegaciones largas, hay momentos buenos, momentos malos, y otros –relacionados con los malos y con los buenos– en los que el goce de estar allí es insuperable. Encarar un temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las sensaciones más hermosas que conozco. Confirma tu competencia náutica y la de tu tripulación, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad, a doscientas millas de la tierra más cercana.

Lo que más me gusta es navegar de noche. Cuando el sol desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo siempre un rizo a la mayor –en el Mediterráneo, un rizo de más es un sobresalto de menos– y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación, linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco, visor nocturno, ropa de abrigo. Hay algo de temor excitante, de expectación contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a entrar en combate. Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna, mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla del radar y al AIS, te llevas los prismáticos a la cara para escrutar el mar cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja, verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente lejos de tierra, amigo. Peligro. Peligro.

Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa. Vas a vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual. Son las cuatro menos cinco de la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas. Cambias el rumbo, oprimes el botón de la radio. «I am in your course. Watch me, please». Y sigue la noche, bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes, reflejos de la luna que sale al fin, delfines relucientes de plata dándose un festín entre bancos de peces. Bajas a la camareta para situarte en la carta, y vuelta arriba para escrutar la noche. Frío, tensión y ojos fatigados. Una taza de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente que no sea avanzar seguro en la oscuridad. Y al alba, al cruzarte con otro velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad gris, te responden otros tres destellos.

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Sobre perros y perras

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Sobre perros y perras

PATENTE DE CORSO

Estos días anda por las librerías, con tinta fresca, una novela mía sobre perros. Su título, Los perros duros no bailan, es un guiño evidente a Norman Mailer; pero en realidad se trata de una historia negra, de intriga policíaca, que transcurre en el mundo de los perros y está narrada por un perro. Negro, el protagonista, es un antiguo luchador de peleas caninas, retirado, al que la búsqueda de dos amigos desaparecidos, Teo y Boris el Guapo, lleva a emprender un peligroso retorno al pasado: una pesquisa detectivesca, a ratos humorística y a veces trágica.

Perros luchadores, perros policía, perros pijos, perros neonazis, perras feministas, perras narcotraficantes, perros héroes y villanos moviéndose por un mundo animal políticamente incorrecto, donde las cosas rara vez encajan en los esquemas que manejamos los seres humanos. Imaginen cuánto he disfrutado escribiendo eso, sobre todo porque la de Negro y sus camaradas es una de esas historias que llevas contigo durante años, yendo y viniendo en tu cabeza, dándole vueltas, hasta que un día te agarran por el pescuezo y dicen aquí estoy, chaval, ya va siendo hora de que te ocupes de mí.

Y así ha sido. Esta aventura canina venía cociéndose desde la primera vez que leí El coloquio de los perros de Cervantes y, en boca del chucho Berganza hablando o ladrando con su compadre Cipión, unas palabras me quedaron grabadas: «Desde que tuve fuerzas para roer un hueso, tuve deseo de hablar para decir cosas que depositaba en la memoria». Pero no sólo eso, claro. O no sólo arranca de ahí. Una novela estupenda que nada tiene que ver con perros sino con conejos, La colina de Watership, también estimuló el asunto. Y puestos a remontarnos a las más lejanas fuentes del Nilo, imagino que todo empezó de verdad cuando, con unos nueve o diez años, y en la colección Cadete Juvenil, leí la formidable Jerry de las Islas, de Jack London.

La historia del viejo luchador Negro –a los ocho años un perro casi es viejo–, sus amigos y sus enemigos, se interpuso definitivamente en mi vida el pasado verano, y a ella dediqué el mes de agosto. Estaba tan pensada, tan macerada, que fue una de esas raras novelas que se escriben de forma seguida, febril, en pocas semanas; cosa que en treinta años de contar historias me ocurrió muy pocas veces, sólo con Territorio comanche y alguna novela corta más. Y ahora que ya está ahí, editada y convertida en 168 páginas de papel y tinta, con una ilustración de portada en la que puedo reconocer a mi personaje, amigos y periodistas me preguntan si, aparte de una novela policíaca y de aventuras, puede considerarse también un grito de denuncia; un llamamiento contra el maltrato animal, el abandono, las peleas de perros y la impunidad con la que actúan los canallas que las organizan. Y, bueno. Todo eso está implícito en la novela, por supuesto. Salta a la cara en cada página. Pero a la pregunta general, la respuesta es no. No es un libro denuncia, ni un libro militante de la causa animalista. En realidad, mi propósito sólo era contar bien una buena historia. O intentarlo. Y divertirme mucho mientras lo hacía.

Las sombras negras, desgraciadamente, están ahí. Mientras trabajaba, escribía y reflexionaba sobre todo eso, cuando el humor cedía páginas a la tragedia e imaginaba situaciones que se apoyan en la más amarga realidad, una y otra vez me oprimían el corazón el maltrato y abandono de perros, las peleas clandestinas, la crueldad de ciertos cazadores, la impotencia de la Guardia Civil y la indiferencia de autoridades, jueces y legisladores ante la tragedia de unos animales que, lo he escrito aquí muchas veces, suelen ser más nobles y leales que la mayor parte de los seres humanos; y cuando salen violentos o asesinos, a menudo son sus dueños quienes los hacen como son. Y sobre todo, la impunidad con que actúan los canallas en un país tan atrasado como el nuestro en materia de respeto hacia los animales, donde la pena máxima para quien abandona o tortura a un perro, lo utiliza para apostar en peleas o vuelca en sus ojos leales todas sus miserias, ruindades y vilezas, es un año de prisión que nunca cumplirá, y una multa que a menudo ni siquiera paga. Por eso, aunque la historia de Negro y los suyos no nació como aldabonazo ni denuncia de nada, me alegraré mucho si ayuda a que todos esos políticos y autoridades miserables dejen de mirar hacia otro lado en materia de maltrato animal y nos saquen del callejón oscuro donde su baja estofa moral, su cobarde indiferencia, nos mantienen todavía.

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Airados cuando convenía serlo

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Airados cuando convenía serlo

PATENTE DE CORSO

«Si oviera escitores que sopieran ensalçar en escritura los fechos de los castellanos, como ovo romanos que supieron sublimar los de su nación romana…».

Hace unas semanas comenté en esta página que estaba leyendo de nuevo Claros varones de Castilla. Desde entonces, varios lectores se han interesado por ese libro. Así que hoy, si me lo permiten, voy a hablarles de esa obra extraordinaria escrita en 1486 por Fernando –o Hernando– del Pulgar, cronista oficial de los Reyes Católicos, seis años antes de la toma de Granada y el descubrimiento de América. El libro, dedicado a Isabel de Castilla, es un repaso fascinante, escrito en una prosa tan limpia y clara como su título, a veintiocho personajes ilustres: un rey, diecinueve caballeros y ocho religiosos, que a juicio del autor y según los puntos de vista y valores de la época, que –detalle importantísimo– no eran los actuales, dieron lustre al reino castellano, en torno al que se iba fraguando en ese tiempo la unidad peninsular, primera en afirmarse de las nacionalidades europeas.

«Se dio a algunos deleites que la mocedad suele demandar e la onestedad debe negar. Fizo hábito de ellos, porque ni la edad flaca los sabía refrenar ni la libertad que tenía los sofría castigar», escribe Pulgar sobre el rey Enrique IV, con reminiscencias de Suetonio, San Jerónimo y Valerio Máximo: –«Allí ay mudanças de prosperidad do ay corrubción de costumbres»–. Y en ésa, como en todas las otras sucintas biografías, combina de modo admirable los retratos morales con las descripciones físicas y los hechos notables, trazando así una asombrosa galería de personajes que, esto es lo más importante, permiten acercarse a la sociedad, la religión y la milicia del siglo XV y mirarla con los ojos de la época, liberándonos de los prejuicios que hoy nos ofuscan la ecuanimidad de la mirada.

«Era deseoso, como todos los ombres, de aver bienes, e sópolos adquirir e acrecentar», dice sobre otro ilustre caballero, el conde de Haro, a quien describe en su muerte «Dando dotrina de honrado vevir e enxemplo de bien morir». Por supuesto, con arreglo a su tiempo, en el que ocho siglos de guerra entre moros y cristianos lo marcaban todo, las virtudes militares de los biografiados constituyen principal motivo de elogio; como cuando, refiriéndose al marqués de Santillana, escribe Pulgar: «Las gentes de su capitanía le amavan. E temiendo de le enojar, no salían de su orden en las batallas», para añadir: «Sin matar fijo ni fazer crueldad inhumana, más con la autoridad de su persona y no con el miedo de su cuchillo, gobernó sus gentes, amado de todos e no odioso a ninguno»; rematando con esta maravilla de elogio medieval: «El caballero que por ningún grave infortunio que le venga derrama lágrimas sino a los pies del confesor».

Los retratos y su penetración psicológica son extraordinarios, y leyéndolos se comprende mejor a los hombres que con sus virtudes y defectos, en la rara paz y en la guerra, sentaron las bases de aquella España moderna que alboreaba. «Tenía la agudeza tan viva que a pocas razones conoscía las condiciones e los fines de los ombres. E dando a cada uno esperança de sus deseos, alcançava muchas vezes lo que él deseaba», cuenta Pulgar del maestre de Santiago, cuyo perfil redondea así: «Tovo algunos amigos de los que la próspera fortuna suele traer. Tovo asimismo muchos contrarios de los que la envidia de los bienes suele criar», para concluir con esta otra joya: «No quiero negar que como ombre humano este caballero no toviese vicios como los otros ombres, pero puédese bien creer que, si la flaqueza de su humanidad no los podía resistir, la fuerça de su prudencia los sabía disimular».

Me falta espacio en esta página para todas las citas que recogería sobre los personajes de Pulgar: «Era hombre airado en los logares que convenía serlo»; «Si tovo fortuna para alcançar bienes, tovo asimismo prudencia para los conservar»; «Si los ombres alcanzan alguna felicidad después de muertos, según opinón de algunos, creemos sin dubda que este caballero la ovo»; «No suelen los fijosdalgos de Castilla quedar en la cámara yendo su señor a la guerra», y la que es tal vez mi favorita: «No es de pelear con cabeça española en tiempo de su ira» –ese española está escrito en 1486–. Y así, con todos ellos, en una prosa cuya metálica belleza todavía estremece, Fernando del Pulgar trazó para siempre, con pulso extraordinario, el retrato fascinante de una época y unos hombres de leyenda que «Ganando el amor de los suyos e seyendo terror a los estraños, gobernaron huestes, ordenaron batallas, vencieron a los enemigos, ganaron tierras agenas e defendieron las suyas».

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El teniente Albaladejo

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El teniente Albaladejo

PATENTE DE CORSO

Hacía cuarenta años que no veía su rostro, aunque lo recordaba bien. Mi amigo el grafitero y fotógrafo Jeosm, que está positivando miles de negativos de mi vida anterior a ésta, acaba de entregarme los del Sáhara de 1975, cuyas fotos nunca vi del todo porque enviaba los rollos por avión desde El Aaiún, y luego sólo veía las que se publicaban. Y en una de esas imágenes está él, de uniforme y de perfil, el pelo corto cano y rizado, los ojos de acero y la boca apretada como una línea de granito silenciosa y dura.

Pepe Albaladejo, como el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el cabo Belali y algunos otros, fue uno de mis amigos y también de mis héroes. De mis últimos héroes, matizo, pues con ellos quedaron atrás muchas inocencias. Yo tenía veintitrés años cuando me mandaron al Sáhara como enviado especial de Pueblo, a contar en crónicas diarias la crisis en la frontera, la Marcha Verde y demás. Todos eran de la Policía Territorial, que tenía mandos españoles y tropas nativas. Les caí bien y me acogieron en su cuartel y sus misiones. Viví con ellos nueve meses de patrullas, de camaradería, de bar de oficiales, de copas nocturnas en aquel Aaiún colonial donde era posible vivir todavía, antes de que desapareciese para siempre, un mundo canalla, áspero, peligroso, fascinante, que hoy sólo es posible conocer en las películas y las novelas.

Llegaron a ser mis amigos, como dije. Muy amigos. Leales y acogedores, me permitieron acompañarlos a lugares y situaciones extraordinarias, y junto a ellos viví cosas que conté lo mejor que supe, y otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosas, pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un consejo de guerra. Hay acciones que en el cine quedan estupendas en plan heroico y tal, cómo nos gusta Clint Eastwood y todo eso, pero que en la vida real, juzgadas por quienes ven los toros desde la barrera, hacen levantar las cejas y se convierten en escandalosos titulares de periódico.

Pepe Albaladejo era teniente chusquero, como se decía de los que ascendían desde simples soldados. Africanista de toda la vida, ex legionario, debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de los más duros soldados que conocí en dos décadas largas de mochila y sobresaltos: sobrio, valiente, tranquilo, tenaz, profesional. Conociéndolo comprendías Tenochtitlán, Pavía, Rocroi, Baler o Belchite. Aparte de darle un aplomo extraordinario, la veteranía modelaba su cara curtida por el sol, tallada como a cincel de profundas arrugas. Era implacable en su trabajo, pero también poseía, y eso era lo que más me gustaba de él, una ternura ruda y espontánea. La forma de darte un cigarrillo, de ofrecerte una copa, de quedársete mirando, aprobador, cuando hacías algo de acuerdo con sus códigos. Me llamaba gollete, como sus compañeros: chaval, niño en hassanía.

Las putas de Pepe el Bolígrafo, el dueño del cabaret de El Aaiún –humo de grifa, alcohol, música, periodistas, legionarios, tropas nómadas–, adoraban al teniente Albaladejo porque las respetaba como nadie, no bebía estando de servicio y nunca permitía que lo invitaran. Además de vivir con él aventuras en el desierto, viví muchas noches cabareteras que parecían sacadas de Marruecos o Beau Geste. Y ligado a él tengo un recuerdo preciso, inolvidable: el de una ocasión en la que una guapa chica del cabaret llamada Silvia bailó un apretado tango, o tal vez fueron dos, con un jovencísimo reportero que le caía simpático, y un técnico canario de Fosbucraa, que andaba encaprichado de la señora e iba pasado de copas, agarró un calentón, empalmó una churi de un palmo de hoja e intentó apuñalar al reportero, tirándole una serie de navajazos ante los que el joven se defendió como pudo. Hasta que el teniente Albaladejo se metió en medio, empezó a darle puñetazos al de la navaja y lo sacó así hasta la calle. Clávamela a mí, le decía. Si tienes huevos.

Murió hace tiempo, sin que yo volviese a verlo nunca después del Sáhara. Su hermano, que vino a saludarme en una firma de libros, me dijo que acabó hace algunos años en una residencia de ancianos, duro e impasible como había vivido, mirando con mucha calma acercarse la muerte cara a cara. Y yo contemplo ahora su foto en blanco y negro, su perfil de granito, las barras de condecoraciones cosidas en la camisa junto a los emblemas de la Legión, el Sáhara y la Policía Territorial, y me viene a la boca una sonrisa tierna y agradecida.

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Cantina Salón Madrid

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Cantina Salón Madrid

PATENTE DE CORSO

En cierta ocasión dijo mi padre que lo malo de vivir demasiado tiempo es que hay muchas cosas amadas que acabas viendo desaparecer. En su momento me pareció una frase entre muchas, pero con los años he comprobado su exactitud. Cuando eres niño o jovencito todo parece inmutable, eterno. Crees firmemente –de no ser así, a esa edad la incertidumbre sería insoportable– que el mundo que conoces se mantendrá siempre con idéntico aspecto y poblado por las mismas personas. Que en el mapa de tu vida existirán siempre las mismas referencias.

Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de ese modo, pues toda vida –esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió Scott Fitzgerald– es también un proceso de demolición. Los años implican lucidez y evolución hacia lugares interesantes, pero incluyen estragos y destrucciones en el paisaje y en uno mismo. Las inocencias se atenúan, numerosas palabras que antes eran decisivas empiezan a escribirse con letra minúscula, y personas que tuvieron peso extraordinario en tu vida se alejan, o cambian como también tú lo haces, o sencillamente mueren.

Para los que hemos conocido una existencia más bien nómada, los lugares son importantes. Fijan las coordenadas que durante mucho tiempo nos dieron anclajes o ilusión de estabilidad. En la vida que llevé, y que en cierto modo todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurantes, librerías, así como a menudo personas relacionadas con ellos, tuvieron siempre una importancia decisiva. Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos momentos no tenía, hasta el punto de convertirse ellos mismos en hogar confortable. Por eso son tan frecuentes, en mis novelas o artículos, referencias de esa clase: sitios y personajes, unas veces transformados en literatura y otras contados tal como fueron, o todavía son.

Considerada desde ese punto de vista, la lista de bajas en una memoria de esa clase supone un ejercicio de melancolía. Ni siquiera el hábito de ver destruirse cosas de forma violenta, derrumbarse mundos enteros en guerras y catástrofes, que ayuda mucho, endurece lo suficiente. Vacuna, quizá, frente a la sorpresa y permite mirarlo con lucidez más o menos serena; pero el dolor de la pérdida, o las continuas pérdidas, sigue siendo intenso. Pasear por la rue Saint André des Arts de París y comprobar que todas las librerías de viejo donde entrabas con veinte años y avidez de cazador han desaparecido, puede ser tan doloroso como comprobar que ya no volverás nunca a comer o cenar en tu vieja Munich de Buenos Aires, o que la punta de la Aduana de Venecia, que de noche era el lugar más solitario y bello del mundo, sea un infierno japonés desde que abrieron un museo justo al lado.

Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir sentirse a veces, o a menudo, como el príncipe Salina paseando por Palermo al final de El Gatopardo. Todos nosotros, lugares y personas, llegamos y nos vamos. Cedemos espacio a quienes empiezan un camino que ya no es el nuestro.

Pensaba en eso no hace mucho en México capital –que ya tampoco se llama Deefe–, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid. Durante toda mi vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la plaza de Santo Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata hasta lo cutre, con parroquianos bigotudos y peligrosos, asientos acuchillados a navajazos, una rockola donde escuchaba a José Alfredo, Vicente Fernández y los Tigres del Norte, y una extraña pareja, un matrimonio que servía tequila reposado y milanesa de carne cortada en trocitos. Pasé allí muchos días felices, incluida una mañana de brevísima y silenciosa amistad con un hombre solitario que sentado en otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras tequila delante, coreaba las canciones que yo iba poniendo. «Cuando estaba en las cantinas –decía una de las letras– no sentía ningún dolor».

Siempre supe que llegaría este momento, y al fin llegó. En mi última visita, el viejo matrimonio ya no estaba allí, y la Cantina Salón Madrid se había transformado en un bar puesto al día, con nueva decoración y copas convencionales. De la rockola habían sido barridos sin piedad rancheras y narcocorridos: sonaba Shakira.

Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales tomando cerveza en la mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había cantado al compás de su corazón destrozado.
Me pregunté si habría encontrado otra cantina donde no sintiera ningún dolor.

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Legítima defensa y otros fascismos

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Legítima defensa y otros fascismos

PATENTE DE CORSO

Escribo esto un poquito condicionado, porque casi nunca tuve suerte con la justicia y los jueces en España. Mi experiencia es poco satisfactoria. En los años 80, tras un reportaje sobre la ultraderecha, un juez que tocaba esa música me quiso empapelar por mencionarlo, aunque luego, tras apelaciones y recursos, todo quedó en nada. Peor suerte tuve cuando un individuo pretendió sacarme 80.000 mortadelos acusándome de plagio, y tras ganarle tres juicios se dio la casualidad de que el último cayera en manos de una compañera de profesorado en la misma universidad, puerta con puerta, del abogado de mi parte contraria (naturalmente, nada tuvo que ver eso con la sentencia; lo cuento sólo como simpático y superfluo detalle costumbrista). Hasta el episodio más reciente tiene su puntito de recochineo judicial: un miserable que me cubrió de calumnias fue absuelto porque, aunque se reconocen en la sentencia las mentiras y las calumnias, según el texto yo soy personaje conocido pero el calumniador no lo es; y eso le da perfecto derecho a inventar y publicar un currículum chungo con absoluta impunidad. Lo punible, claro, habría sido lo contrario. Que yo me ciscara en su puta madre. Ahí sí me habrían sacudido bien, sus señorías.

Con el ánimo templado por tan deliciosos antecedentes, y otros que omito por no aburrir –una vez gané un juicio en Canarias, pero tardé meses en creérmelo–, leo la sentencia sobre el anciano de 83 años al que un jurado popular se ha pasado por la piedra por matar a uno de los dos ladrones que asaltaron su casa. Por suerte para el matador, me digo, no era personaje conocido; porque en tal caso tal vez le habría caído una temporada más larga y ejemplarizante. Pero tuvo suerte. Como se trataba sólo de un abuelo que no escribe novelas ni firma artículos ni sale en la tele, que dos facinerosos se le metieran en casa y le dieran una buena estiba a él y a su anciana esposa, y que él agarrara una pistola y –a sus 83 años, insisto– le pegara un tiro a uno de ellos, y luego le pegara otro tiro más, le ha costado sólo dos años y medio por rápido de gatillo. El abuelo «podía haber utilizado otras alternativas igual de efectivas», dice la sentencia; como, por ejemplo, «la mera exhibición del arma o efectuar un nuevo disparo al suelo en espera de disuadir al asaltante». Así que, bueno. Eso. Treinta meses de talego de los que sí se cumplen. Si no lo indultan antes, saldrá con 86 tacos de almanaque y podrá, reintegrado al fin a la sociedad contra la que obró, rehacer su vida.

Imaginen, con cuanto acabo de contar, cómo lo supongo de crudo el día, o la noche, en que dos treintañeros malosos decidan hacerme una visita a domicilio: mi procedimiento a seguir, habida cuenta de que aún no tengo atenuante octogenario, pues soy un vigoroso adulto de 66 tacos. A ver cómo convenzo al juez o al jurado de que, si le suelto un escopetazo con postas a uno que se cuele en casa a las tres de la madrugada, lo habré hecho tras considerar serena y fríamente si no tendría a mano otras alternativas igual de efectivas, o si la mera exhibición del arma, una vez encendida la luz para que la vean, no bastaría para disuadir a la peña. Porque, a fin de cuentas, yo soy personaje conocido –«Reverte se carga a dos pobres intrusos nocturnos y anónimos sin averiguar sus intenciones»–; y ellos, criaturas tratadas de modo injusto por la sociedad capitalista, a los que mi perdigonada fascista privaría de la posibilidad de una reinserción idónea.

Así que aquí ando, oigan. Preparando mi defensa judicial por si luego no me da tiempo. Estableciendo un protocolo. Antes que nada, si abro los ojos y encuentro a alguien en mi dormitorio, deberé encender la luz y preguntar si ha entrado a robar o a pedirme un autógrafo. Después, una vez confirme sus intenciones delincuentes, averiguaré si va armado de pistola o navaja, a fin de que mi respuesta, en caso de ser violenta, sea también proporcional. Nada de escopetazo si lleva pistola, ni de pistoletazo si lleva navaja, ni de sable de caballería si lleva garrote. Cuidadín con eso, que los jueces se fijan mucho. En el peor de los casos, si va artillado, procuraré que él dispare primero; y sólo en caso de que no me mate, dispararle yo. Aunque sin matarlo, por supuesto. Porque si me lo cargo, sin duda alguien apreciará en lo mío un exceso de legítima defensa. Así que lo primero será tirar al aire. Pum. Y sólo si eso no lo disuade podré apuntar a una pierna; aunque procurando, claro, no darle en la femoral, porque entonces palma y la liamos parda. Y a la cabeza, desde luego, ni se me ocurra. Ahí sólo podré dispararle en caso de que él me haya matado antes. Y aun así, ya veremos.

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Intrusos en casa y otras impotencias

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“Te saludan, muy molestos, tus padres”

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“Te saludan, muy molestos, tus padres”

Dirán algunos de ustedes que quienes ya somos algo mayores, o estamos en una edad en la que se mira atrás con perspectiva de varias décadas, damos mucho la brasa con que antes las cosas eran tal y cual. Y es posible, en efecto, que a veces se nos vaya un poco la mano. Pero tampoco eso es malo, supongo, siempre que no se trate de un ejercicio cascarrabias y derrotista, sino como simple anotación de lo que fue y ya no es. Un ejercicio, éste, que tiene una doble utilidad: le permite a uno hacer memoria, recordando –en mi caso, fijando por escrito, o intentándolo– cosas que el tiempo amenaza con borrar del archivo, y sirve también para que gente más joven y con buena voluntad se haga con referencias útiles de tiempos y mundos que ya no existen, o se extinguen, y que en cualquier caso es bueno conocer para interpretar mejor cada tiempo presente.

Todo este ladrillo inicial, prólogo o proemio, viene al hilo de algo que un amigo me ha hecho llegar, tras encontrarlo entre fotos antiguas de su madre. Se trata de una tarjeta postal fechada el 22 de octubre de 1960, remitida por el abuelo de mi amigo a su hija –que más tarde sería madre de ese amigo–, que vivía en Cartagena. La destinataria de la postal tenía entonces trece años y era una niña traviesa; desobediente, como se decía entonces. Según la reconstrucción familiar de los hechos, el padre y la madre estaban pasando unos días en Madrid, y cuando llamaron desde allí por teléfono –con una conferencia, como también solía decirse, y que además era un medio de comunicación bastante caro– para comprobar qué tal iban las cosas en casa, la jovencita fue irrespetuosa y contestó a sus padres con malos modos. Como también se decía entonces, lo hizo de mala manera. Y eso dio lugar a que tras la conversación, disgustados con su hija, los padres le enviaran a ésta la tarjeta postal cuyo delicioso contenido fue el siguiente:

Tenemos mucho disgusto por tu actitud en la conferencia de esta tarde. Supongo que te arrepentirás de tu proceder. Pero no tienes enmienda. Te saludan, muy molestos, tus padres. 22/X/1960.

Es difícil, en mi opinión, resumir tan bien, en sólo unas breves líneas, todo un modo de entender las relaciones familiares, la educación y la vida. Los modos de una época. Y más cuando, como cuenta mi amigo, su abuelo no tenía título universitario ni nada semejante, sino que había hecho su vida a partir de la educación primaria del primer tercio del siglo. Era dueño de una confitería, aficionado a la lectura y hombre, como su esposa, de trato cortés, educado en la certeza de que los buenos modales y el respeto a los semejantes hacían la vida más útil y agradable. A los trece años de edad, su hija compartía o conocía al menos esos códigos, pues nunca se habría dirigido un mensaje semejante a una chica incapaz de entender el tono en que estaba escrito. Traviesa y respondona, o lo que fuera, esa niña sabía lo que era una educación; y, confiando en ello, sus padres le recriminaban su conducta en la esperanza de que, con la reprimenda, esa misma educación la hiciera recapacitar.

Había y hay muchas formas de reprender a un hijo. Pocas he visto tan perfectas y mesuradas, reflejo de épocas en que ciertas cosas se hacían de otro modo y en otro tono; de tiempos –peores en muchas cosas, pero también mejores en otras que nunca se debieron perder– donde los buenos modales, que procuraban practicar tanto la gente de condición social humilde como la más afortunada o mejor situada, cuidar las formas, en fin, eran fundamentales dentro y fuera del ámbito familiar. Pero es que, además, a esas buenas maneras se añadía con frecuencia, como en el caso que nos ocupa, una lección de elegancia, estilo y amor por las palabras y su correcta expresión. Demostrando así que todo eso, buena educación, respeto, lecturas que adiestren las actitudes, no sólo hacen a la gente más admirable en lo social, sino que también la convierten, con frecuencia, en mejores ciudadanos y mejores personas. Y ahora, para tener a punto el contraste, comparen ustedes la postal del abuelo a la madre de mi amigo con lo que hoy solemos escuchar a nuestro alrededor: «Ven pacá, Manolín, que te voy a reventar la cabeza», «Te voy a dar un palo en el culo, jodío niño, que se te van a saltar los dientes» o «Me se quema la sangre de ver al hijoputa de mi hijo». Y así, claro, a menudo tenemos los hijos y los nietos que nos merecemos. Más o menos. Y por supuesto, unos más que otros.

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Tabernas de Sevilla

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Tabernas de Sevilla

PATENTE DE CORSO

He escrito alguna vez, me parece, que a Europa no la liquidará el terrorismo, ni la inmigración, ni los desastres naturales. Le dará el tiro de gracia el turismo de masas descontrolado que arroja, sobre ciudades hechas para otra clase de vida, a decenas de miles de personas –incluidos ustedes y yo– que como plaga de langosta lo arrasan todo a su paso, vomitados a diario por cruceros, transportes colectivos y viajes aéreos baratos. Es lo que hay y habrá en el futuro, y no queda sino asumirlo como es. Antes sólo ocurría en ciudades emblemáticas como París, Roma o Venecia, pero ya nada escapa la marabunta: Lisboa es cada vez menos antigua y señorial, el centro de Madrid se vuelve intransitable, y Sevilla es un delirio callejero donde cada comercio tradicional que cierra, y cada vez son más, reabre en forma de restaurante para guiris, tienda de recuerdos o bar de copas.

Pienso en eso paseando por mis lugares habituales de esa ciudad, Sevilla. Pocas me producen tanta felicidad, aún más intensa ahora por sus calles que huelen a azahar y a primavera. El Ayuntamiento, que tantos disparates perpetra y permite, se ha cargado mi apostadero de siempre al prohibir los veladores en La Campana, esquina a Sierpes; pero todavía me quedan sitios donde ir desde el hotel Colón, que es mi casa: desayuno en Las Piletas, librería San Pablo, Becerra, El Rinconcillo, Robles, Casa Román. Y por supuesto, Las Teresas: la joya de mi corazón sevillano. Entro, como siempre, igual que a una iglesia; santiguándome por el milagro de que todo siga igual en esa vieja y querida esquina mágica de Santa Cruz, entre fotos de vírgenes y toreros, tapas en la barra, turistas y sobre todo sevillanos de verdad, vecinos, matrimonios que todavía vienen paseando tranquilos para tomarse aquí el aperitivo. Mientras lugares como éste sobrevivan, me digo, hay esperanza.

En sitios así me encanta tender la oreja, escuchar conversaciones y observar a la gente. De ese modo, mientras despacho unas papas aliñadas y una manzanilla, registro a mi izquierda el diálogo de dos anglosajones corpulentos, grandes como armarios y algo puestos en copas, con los camareros del otro lado de la barra. «¿Tú, de Espania?», pregunta uno de los guiris; a lo que el camarero, muy torero y metido en guasa, responde: «De donde yo soy es de Marchena». Vacila el anglo y dice «Drink, drink». Entonces el camarero señala a otro y apunta: «Aquí el que habla idiomas es mi colega, que es moro». Y el segundo camarero, que es moro de verdad, se dirige al turista en inglés y francés impecables, recita de corrido en ambas lenguas la lista de bebidas y tapas, que le lleva minuto y medio, y se lo queda mirando. Entonces el armario, con la expresión de una vaca rumiando o un sargento de marines mascando chicle –que son idénticas–, parpadea y dice: «Vino». Tras lo cual, volviéndose hacia el otro camarero, el de Marchena dice: «Acabas de salvar el negocio, compadre».

Pero lo más divertido lo tengo a la derecha, donde mientras una pareja rubia y joven, de franceses, despacha una ración de jamón y unas cervezas, a su lado viene a situarse uno de esos matrimonios sevillanos de toda la vida, vestidos para salir, corbata él, de peluquería ella. Sin que tengan que pedirlo, a los recién llegados les sirven lo de siempre, unos finos y tapita de jamón, y en el acto pegan la hebra con los gabachos como si los conocieran también de toda la vida, con esa naturalidad que sólo es posible en Andalucía. Y la señora, con el mismo desparpajo que si estuviera en la plaza charlando con una vecina, empieza preguntándoles cómo está el jamón, y luego si les gusta Sevilla; y después interviene el marido para contarles que hizo la mili en Ceuta y que allí aprendió cinco palabras en francés, y se las dice todas: oui, non, bonjour, bonsoir y comantalevú. Y a los cinco minutos están hablándoles de su hija menor, que estudia Magisterio, y del hijo que es abogado en Madrid, y de la nuera, que les ha salido buena chica. Y los franceses asienten entre amistosos y desconcertados, porque todo eso se lo están contando en español y ellos no hablan una palabra del idioma. Y al fin, tras media hora de tertulia unilateral, al despedirse con calurosa efusión como si ya se conocieran de hace años, dice la señora: «Ah. Y no se vayan sin ir a Triana». Después el matrimonio paga su consumición, saluda a los camareros y se marcha del brazo, mientras el francés y la francesa –que no han abierto la boca en todo el rato– se miran, desconcertados. Y luego, obedientes, buenos chicos, despliegan sobre el mostrador manchado de vino un plano de la ciudad y se ponen con el dedo a buscar Triana.

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Mujeres y caminos solitarios

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Mujeres y caminos solitarios

PATENTE DE CORSO

Olvidamos, tal vez demasiado a menudo, que vivimos en un lugar hostil poblado por elementos peligrosos llamados seres humanos. Y que en este lugar hay gente bondadosa y solidaria, pero también un elevado porcentaje de malvados. Basta leer los periódicos, ver la tele o echar un vistazo alrededor, para comprender que fiarlo todo al hola qué tal y al buen rollito es el camino más corto para tener problemas.

Es inútil, incluso peligroso, creer que las buenas intenciones son posibles con sólo desearlas. Que una simple declaración de principios nos pone a salvo, dando por supuesto que con denunciar el mal, éste dejará de existir. Por poner un ejemplo tonto pero elocuente, es como si cada vez que un oso blanco se zampara a un fulano en el Polo Norte, los esquimales se concentraran un minuto de silencio en la puerta de sus iglús para protestar contra la violencia y luego se fueran solos y desarmados a cazar focas, pescar y tal. Pero no lo hacen, claro. Se llevan la escopeta. Son esquimales, pero no son gilipollas. Conocen a los osos.

Con esto intento decir que el ser humano puede ser muchas cosas buenas, pero también tan peligroso y despiadado como un oso blanco hambriento. Olvidarlo trae disgustos. Por eso conviene considerar que ninguna proclamación de sanos principios, por oportuna que sea y mucho que ayude, resuelve nada si se hace desde lejos o fuera. Que el horror, el crimen, la maldad, siempre estarán ahí, y no sirve señalarlos como cosa ajena. Que la lucha eficaz contra el mal empieza por la admisión, la certeza sin complejos, de que ese mal existe, todos formamos parte de él, y también todos, hasta quienes parecen a salvo, vivimos expuestos a él. Es necesario sentirnos tan víctimas como culpables. Hacer nuestros el peligro, la incertidumbre y el miedo. Saber que incluso por nosotros doblan las campanas.

Pensé en eso ayer por la noche, paseando a mis perros. Iba por un camino solitario y mal iluminado cuando a mi espalda oí el motor de una motocicleta. Al cabo de un momento la moto me adelantó, yendo a detenerse unos pasos más allá. La conducía un hombre con casco, y me pregunté qué hacía allí parado y si me estaba esperando a mí, lo que parecía probable. Seguí caminando tranquilo. Tal vez quiere preguntar algo, me dije. Al pasar a su altura, vi que sólo se había detenido a mirar su teléfono. Seguramente buscaba orientarse por el GPS. Nos miramos un momento, dije buenas noches y seguí mi camino.

Qué diferente, me dije, si yo hubiera sido mujer. Intenté considerar lo ocurrido desde ese punto de vista, y el panorama cambió por completo. Lo que puede ser una situación normal para mí, concluí, no suele serlo para ellas. Imaginé la inquietud de una mujer con la moto acercándose, la incertidumbre al verla delante, en el paraje nocturno. Y sin duda, excepto en caso de ser una irresponsable, el miedo. Un hombre con una moto en tu camino, como al acecho, y tú avanzando hacia él sin saber cuáles son sus intenciones, segura de que no hay cerca quien te socorra. De ser así y no llevar los perros, incluso con ellos, seguramente habría dado la vuelta, huyendo de allí. Qué distinta, en fin, puede verse la misma escena, idéntica situación, con los ojos de un hombre y con los de una mujer.

Ése es tal vez, concluí, el principal problema. Dos formas de ver el mundo, la misma realidad. Una, con la tranquilidad –engañosa, pero frecuente– del hombre que durante siglos ha hecho las reglas y está habituado a manejarse con ellas, a sentirse a salvo entre iguales, donde puede medirse con las mismas fuerzas. Otra visión, sin embargo, es la de la mujer, que durante esos mismos siglos ha sido botín de guerra, objetivo a depredar, parte socialmente débil y con frecuencia indefensa de la trama, y a la que titulares de prensa y telediarios confirman aún hoy, cada día, como ser vulnerable, parte amenazada, víctima fácil. Objeto de caza.

Los hombres, concluí, en vez de tanto inútil minuto de silencio con el que creemos lavar nuestra conciencia, deberíamos ponernos más a menudo en el lugar de una mujer. Acostumbrarnos a mirar el mundo con sus ojos. Caminar por donde las mujeres caminan y hacerlo a su manera, no a la nuestra, sintiéndonos indefensos como cada día ellas se sienten. Porque sólo adquiriendo esa mirada suya, educándonos en ella –niños, parejas, jueces–, podemos aspirar a ayudarlas lo suficiente para que, cuando caminen por un paraje solitario, ninguna de ellas tenga que darse la vuelta. O la den, si no hay más remedio, en el mismo punto donde la daríamos nosotros.

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La casa que nunca será

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La casa que nunca será

PATENTE DE CORSO

Hay héroes solitarios, guerreros aislados cuyo tesón admira e incluso enternece: gente que lucha a contracorriente incluso cuando, tarde o temprano, comprueba que la victoria estaba descartada desde el principio, y que lo de verdad necesario era luchar. Eso es decisivo en el caso de los padres, de los maestros, de todos aquellos que, de una u otra forma, influyen en niños y jóvenes. En este sentido dije alguna vez –éste es mi artículo 1.300 en XLSemanal, así que casi todo lo he dicho alguna vez– que tal como está el paisaje, incluido el familiar, los buenos maestros son nuestra última esperanza. Y que debería hacerse con éstos una profesión de élite, rigurosamente seleccionada, con buena paga, respetada, mimada por la sociedad a la que sirve y cuyo futuro, en buena parte, de ella depende.

Pienso en eso al recibir carta de un profesor del instituto Mariano José de Larra de Madrid: uno de los que todavía creen que el combate vale la pena. Me cuenta que hace salidas con los alumnos por el barrio de las Letras de Madrid, lugar mítico donde, en pocas calles, vecinos unos de otros, odiándose como españoles, volcando en filias y fobias su talento y su grandeza, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Calderón, Cervantes y otros autores vivieron y murieron durante el Siglo de Oro, el más fecundo y asombroso de nuestra cultura. Pasea por tales calles con sus alumnos, cuenta el profesor, mostrándoles todo eso: la casa de Lope, la placa donde estuvo la vivienda que compró Quevedo para echar a Góngora, el convento donde enterraron a Cervantes y la casa en la esquina de la calle del León –o lugar en el que estuvo–, donde vivió sus últimos años y murió el autor de El Quijote.

Llegado a ese punto de su carta, el profesor, como buen héroe solitario y quijotesco, hace una sugerencia deliciosamente ingenua. Usted que está en la Real Academia y sus compañeros, señor Reverte –dice–, en una formidable institución que en otro tiempo compró y puso a salvo la casa de Lope de Vega, situada en la misma calle, ¿no han pensado hacer lo mismo con la de Cervantes? En estos tiempos en que tanto se derrocha en gastos efímeros, ¿imagina que en vez de una tienda de calzado, como la que hay en la planta baja, se reconstruyera la vivienda del mayor genio de las letras universales, y pudiera visitarla el público? Piense usted –prosigue– en la recreación del ambiente en que pasó sus últimos días Cervantes, los interiores, la calle vista desde las ventanas enrejadas. ¡Lope y Cervantes de nuevo cara a cara, frente a frente, en la misma calle en la que vivieron! ¿Imagina lo que harían ingleses, franceses o alemanes si tuvieran eso?… Y concluye con un párrafo cuyo tierno candor casi llena los ojos de lágrimas. «¿El dinero? No faltarían mecenas. ¡Qué gran publicidad! Eso quedaría para el futuro».

¿Qué responderle al buen profesor? ¿Que la Real Academia Española, que con las otras 22 academias hermanas –la última, Guinea Ecuatorial– gestiona la delicada diplomacia de la unidad lingüística de 550 millones de hispanohablantes, lucha prácticamente sola, olvidada por el Estado, asfixiada económicamente por la mala voluntad del gobierno de Mariano Rajoy, que en dos legislaturas –a diferencia de sus predecesores– no ha encontrado media hora para visitar el edificio de la calle Felipe IV? ¿Que el poco dinero con que cuenta la RAE se destina a mantener las complejas y caras estructuras, la plantilla de personal contratado y los medios técnicos que hacen posible que un estudiante mexicano, un abogado argentino, un profesor colombiano, un médico cubano, utilicen el mismo Diccionario, la misma Ortografía y la misma Gramática? ¿Que entre españoles capaces de llamar a don Pelayo mito franquista, facha al almirante Cervera o democracia de baja calidad a la que disfrutamos, en este disparate donde cualquier imbécil analfabeto, cualquier pedorra sin cualificar, osan discutirle un concepto a Juan Pablo Fusi, Sánchez Ron, Gregorio Salvador, Javier Marías o Vargas Llosa, o sea, en este antiguo lugar hoy en plena demolición, la casa donde murió Cervantes importa menos que una final de liga o el resultado de Operación Triunfo?

Lo siento, querido profesor, es la respuesta. Su noble sugerencia sólo conmueve a cuatro gatos, y ninguno tiene medios para llevarla a cabo. Seguirá usted luchando solo, como aquí es costumbre. Y cuando lleve a sus alumnos ante el lugar donde murió Cervantes, frente al portal de la zapatería, tendrá que suplir con sus palabras, en la soledad de su voluntad, su lucidez, su imaginación y su coraje, lo que la desidia y la incompetencia dan al olvido en esta España miserable, desmemoriada e ingrata.

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“Que se joda España”

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“Que se joda España”

PATENTE DE CORSO

Ocurrió el otro día. Desde hace un par de años, Sevilla es algo más que Semana Santa y Feria de Abril. El formidable periodista cultural Jesús Vigorra y la Fundación Cajasol han puesto en pie Letras en Sevilla, un experimento de primer orden que vincula el nombre de la ciudad a la cultura de alto nivel, la historia y la literatura. Yo echo una mano gratis et amore cuando puedo, porque Jesús es muy amigo mío. Los dos primeros ciclos, Literatura y Guerra Civil y Chaves Nogales, una tragedia española, fueron un éxito espectacular, como lo ha sido la tercera edición, España. ¿Mito, o realidad?, por la que pasaron Alfonso Guerra, Julio Anguita, Santiago Muñoz Machado y destacados historiadores, políticos, diplomáticos y escritores, con un conmovedor final de lecturas sobre nuestra Historia a cargo de Juan Echanove y Emilio Buale, que puso al medio millar de personas allí reunido –mañana y tarde durante tres días– la piel de gallina.

Uno de los invitados fue Agustí Colomines, a quien conocí hace casi cuatro décadas en Barcelona cuando él era un joven independentista. Culto, inteligente, profesor de Historia, arrogante y seguro de sí como buen pijonacionalista, Agustí pertenece a la élite catalana de toda la vida; ésa que en el fondo, y a veces en la forma, desprecia a los Rufianes y demás charnegos útiles. Asesor áulico de Artur Mas y de Puigdemont, Agustí es uno de los cerebros que idearon el proceso separatista hoy en curso. Y en Sevilla estuvo a la altura de sí mismo. Desde afirmar que para él Valencia y Baleares son como para los españoles Hispanoamérica, hasta señalar que los españoles no entienden un pimiento y que no hay quien pare el proceso catalán, no se privó de nada.

El público se lo quería comer vivo. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. El historiador Fernando García de Cortázar y el ex alcalde de La Coruña y embajador Paco Vázquez estaban indignados por las maneras despectivas y la suficiencia con que Agustí planteaba las cosas. Pero aquello no era una tertulia de la tele; así que, cuando el rugido popular acallaba al invitado, tuve que coger el micrófono y recordar que allí habíamos ido a escuchar argumentos de primera mano, sin manipulaciones ni intermediarios, y no a vocear el desagrado con lo que se escuchaba. «Además –dije– Agustí tiene el valor de estar aquí, pudiendo no estar. Tiene una fe y la defiende. Es coherente con su fe y su combate». La gente reaccionó admirable y comprensivamente, y todo siguió su curso.

Fue entonces cuando, ya que tenía el micrófono en la mano, le hice a Agustí una pregunta: «En un Estado sin complejos como Francia o Alemania, ¿habría sido posible el procés?». Y él fue sincero: «Probablemente no existiríamos». Apunté que la Cataluña francesa no existe, y él dijo: «Allí no hay problema nacional catalán porque lo eliminaron. Y si España no ha eliminado a Cataluña…». Lo dejó ahí, pero me lo había puesto fácil: «¿Que se joda?», pregunté. «Pues sí –respondió, tajante–, que se joda».

No había más que hablar, y allí acabó el debate. Y ahora, dándole a la tecla, recuerdo ese momento y pienso que nunca estuvo tan claro, tan sinceramente expuesto; y eso es lo que quiero agradecerle a Agustí. En vez del hipócrita mamoneo que a diario oímos en Cataluña sobre el proceso independentista, el largo marear la perdiz a que se nos tiene acostumbrados, fue higiénico que alguien como él dijera las cosas tal cual son. A diferencia de Francia y su Revolución, del jacobinismo implacable que hizo de nuestros vecinos una nación fuerte, culta, unida y respetable, España perdió la ocasión, no sólo en ese momento, sino muchas veces después, incapaz de superarse a sí misma, insolidaria y dispersa. Siguió en manos de curas y espadones, de monarcas incapaces, de oportunistas periféricos y centrales. Y nunca tuvo el coraje de enfrentarse a sus difíciles realidades.

Por eso, en mi opinión, la culpa de lo que ocurre en Cataluña no la tiene Agustí Colomines, que desde su arrogancia egoísta e insolidaria lucha por aquello en lo que cree. La tiene nuestra larga apatía, nuestros complejos y nuestra cobardía: la de un Estado que lleva tres décadas, o más bien tres siglos, dejándose demoler casi con alegría. La culpa es nuestra: de los españoles en general, que a diferencia de esa Francia donde Cataluña, como dice Agustí, no es un problema porque no existe y donde hay una bandera francesa en cada escuela, merecemos de sobra lo que él dijo en Sevilla. «Que se joda España». Así es, desde luego. Y lo que todavía se va a joder.

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Mi productor favorito

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Mi productor favorito

PATENTE DE CORSO

Hablaba hace dos semanas en esta página de ingratitud y falta de memoria en España; y al hilo de eso acabo de acordarme de un fulano con el que ceno cada noche de viernes desde hace veintiocho años. Se llama Antonio Cardenal, y a estas alturas se me hace cuesta arriba decidir si debo llamarlo amigo o hermano. De las catorce películas y series de televisión que han hecho de mis historias, siete las produjo él; pero no es ése el motivo de nuestra amistad. La causa reside en cómo es. En su ingenio, su sentido del humor, su bondad, su lealtad inquebrantable y su forma epicúrea de ver la vida como un lugar donde, ya que venimos a estar sólo un rato, debemos procurar que, al menos, ese rato sea lo más divertido posible.

Antonio es un genio. Es, posiblemente, el hombre con más talento que conocí en mi vida. Su cuñado el actor Fernando Sancho lo vinculó desde jovencito al cine, y no ha parado de trabajar en eso desde entonces; pero consigue que cualquiera que se toma una copa con él –experiencia que marca para siempre– llegue a pensar que no ha dado golpe en su vida. Todo parece importarle un pito, y más desde que se retiró de las pantallas. Allí donde está suenan sus carcajadas, como riéndose del mundo y de cuanto contiene. Es alto, feo y tiene un ojo a la virulé, pero las mujeres lo adoran y los hombres se disputan su compañía. En su juventud tuvo novias famosas y espectaculares, y luego un amor triste –lo único triste en su vida– por una mujer bellísima que lo marcó para siempre, y cuya muerte hizo que no se haya casado jamás. Ama el cine y el fútbol, por ese orden. Y por encima de ambos, ama a sus amigos.

Empezó publicitando películas ajenas, y a él se deben, entre muchos otros, los espectaculares lanzamientos de Tiburón, Grease, Jesucristo Superstar y La guerra de las galaxias, por citar sólo cuatro. Metido después de lleno en la producción, hizo veinte películas, los nombres de cuyos directores y actores son también una nómina viva del cine español de ese tiempo: Uribe, Díaz-Yanes, Olea, Urbizu, Landa, Sancho Gracia, Coronado, Carmelo Gómez, Aitana y casi todos los demás. En su vida profesional, Antonio consiguió, aparte de Goyas para sus películas –uno lo tuvimos juntos por El maestro de esgrima–, hazañas que parecían imposibles en el cine español. Siempre fue un productor de verdad, de los que arriesgaban su dinero en vez de vivir a costa de dinero ajeno, como hace la mayor parte de la industria cinematográfica en España. Como productor contrató a Roman Polanski para llevar al cine con Johnny Depp El club Dumas, que se llamó La Novena Puerta, y logró que Viggo Mortensen protagonizara Alatriste: dos películas enormes como nunca antes había levantado un productor español. Con ellas hizo un taquillazo espectacular; pero con la segunda logró también –cocina interna de productores– ser el único que se la ha endiñado por detrás a Paolo Vasile, el capo de Telecinco. Y cuando durante una cena le pregunté a Paolo por qué no se vengaba, siendo como es un tipo duro, el italiano respondió: «Porque Antonio es una buena persona». Lo que, dicho por semejante tiburón, dice mucho y bien de ambos.

Con Antonio viví momentos maravillosos: horas felices, películas en marcha, rodajes espectaculares, diez años yendo juntos al festival de San Sebastián, cuando su mesa en el bar del María Cristina era tertulia permanente de cine e ingenio, donde acudían los más importantes productores, directores, actores y actrices. Porque Antonio Cardenal es también, por currículum, buena parte de la historia del cine español de los últimos treinta años. Jamás quiso brillar, salir en las fotos, quitar protagonismo a sus actores y sus películas. Siempre se quedaba aparte, discreto e invisible, apoyado en la barra del bar más cercano, con un whisky en las manos y su sonrisa bondadosa y guasona, disfrutando del éxito público de los demás. Contándote el último chiste.

Quizá por todo eso la gente del cine no solía mencionarlo demasiado; e incluso ahora, quienes se dicen sus amigos lo olvidan cuando hablan de las películas que gracias a él protagonizaron o dirigieron. Por eso escribo hoy esta página, para recordárselo a todos ellos. Para decir que Antonio Cardenal, aunque retirado del oficio, sigue vivo y es uno de los últimos de aquella estirpe de grandes productores cinematográficos a quienes tanto debe el cine español. Y la Academia de los premios Goya, siempre olvidadiza con él en materia de homenajes, debería tenerlo presente.

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